Faltan tan sólo 72 días para el referéndum del 18 de septiembre sobre la independencia de Escocia. Aunque el triunfo del “no” parece asegurado, estas consultas las carga el diablo. Pese a la campaña de una y otra parte, las encuestas no se han movido tanto en los últimos meses, situándose en torno a un 35% (bajan) los partidarios de la independencia, y en un 54% (suben) los de mantener la unión.
Si pierden los independentistas, se planteará, desde Londres o desde Edimburgo, un grado de autonomía más elevado para Escocia que es lo que buscaba en primer lugar Alex Salmond, ministro principal de Escocia y líder del Partido Nacionalista Escocés. Pero Cameron no le dejó plantear esta tercera vía en una pregunta abierta, imponiendo una clara elección entre el “sí” y el “no”.
Esa mayor autonomía puede volver a reabrir la llamada “cuestión de West Lothian”, o “cuestión inglesa”. Se trata del problema que plantea el hecho de que los diputados ingleses en Westminster no pueden opinar sobre los asuntos traspasados a la autonomía escocesa, pero los diputados escoceses en el Parlamento británico sí pueden votar sobre los asuntos que atañen a Inglaterra porque esta no tiene autonomía propia, ni, de momento, la quiere. Fue en 1977, cuando se empezó a hablar de la autonomía que Tam Dalyell, diputado laborista por el distrito escocés de West Lothian, planteó esta cuestión que vuelve de forma recurrente y de nuevo en el trecho final hacia el referéndum. Es uno de los problemas de tener un Estado con una estructura heterogénea. De hecho, la Cámara de los Comunes elaboró en 2013 un informe proponiendo varias soluciones, entre otras que los diputados escoceses en Westminster se abstuvieran en votaciones sobre cuestiones puramente inglesas. Un informe que puede ser interesante para la “cuestión europea”, a saber, el hecho de que europarlamentarios de países que no están en el euro puedan votar sobre cuestiones que afectan sólo a la Eurozona.
Pero en el fondo, lo que se plantea, más que el “ser” inglés o escocés, es el “ser” británico. Cuando Escocia e Inglaterra firmaron su unión en 1707 estaba claro lo que era, e iba a ser aún más, lo británico. Como recuerda John Kay: imperio y poderío naval. En ambas dimensiones han participado históricamente de lleno los escoceses. Hoy sin esos dos componentes, está mucho menos claro. Y para Kay la cuestión de la identidad británica ha fallado en la campaña del “no” en Escocia. No se está presentando con suficiente claridad lo que significa seguir siendo británicos.
Claro que es más difícil ponerse de acuerdo sobre qué es ser británico que sobre quién debe considerarse como tal, y más aún cuando la identidad europea del Reino Unido es puesta en duda, y triunfa un partido como el de la Independencia del Reino Unido (UKIP), lo que, por otra parte, puede reabrir en unos años la cuestión escocesa si los británicos en su conjunto decidieran salirse de la UE, y los escoceses quedarse.
Según el último sondeo sobre las Actitudes Sociales Británicas, un 95% de la gente considera que para ser “verdaderamente británico”, lo primero es hablar inglés (10 puntos más que hace 20 años); en segundo lugar tener la nacionalidad, junto a respetar las leyes e instituciones del país. Muy lejos (24%) queda el ser cristiano.
En cuanto a los ingleses (que representan un 82% de la población total), no quieren ser independientes del Reino Unido y una mayoría quiere mantener la unión con Escocia, aunque otro tema es el reparto de los ingresos (también del petróleo y gas del Mar del Norte) y de los impuestos. Al cabo, se plantea la cuestión de si la identidad escocesa –fuertemente arraigada aunque no triunfe el independentismo- es compatible con la identidad británica. Como para afirmarlo, un 65% de los escoceses quieren en caso de independencia mantener el mismo rey o reina, lo que concuerda con el sentir al respecto de ingleses y galeses. Y, por supuesto, seguir teniendo la BBC.