El intento del primer ministro Netanyahu de definir por ley a Israel (su constitución son una serie de leyes) como el “Estado-nación judío”, criticado por el presidente Rivlin, no sólo demuestra una radicalización de la parte hebrea sino que viene a dificultar cualquier solución al conflicto. En dos Estados, en tres, o incluso en uno, cuando la demografía juega a favor de los palestinos. Significa también que el conflicto se ha vuelto no sólo más identitario –siempre lo ha sido– sino más radicalmente religioso, y por ambas partes.
El fundamentalismo islámico está aumentando entre los palestinos. Hamás es un movimiento islamista, y pese a ser considerado como terrorista, puede a ir a peor si lo contamina, por ejemplo, el Estado Islámico en el Levante (ISIS). Pero que el factor religioso haya crecido en ambos campos –los fundadores de Israel lo intentaron mantener a raya con un laicismo que está desapareciendo y Arafat también entre los suyos– no facilita para nada una solución en dos Estados, la única sensata aunque cada vez menos viable, pues la tensión religiosa no casa con el principio que ha inspirado el proceso de paz desde Oslo hace ahora 21 años, de “paz por territorios”, con seguridad, situación que se agrava con la política reforzada de asentamientos judíos. El reforzamiento de la dimensión religiosa en este conflicto dificulta cualquier acuerdo, especialmente si Netanyahu exige el reconocimiento de Israel como Estado judío por los palestinos como nueva condición previa para cualquier acuerdo de paz, acuerdo que no parece tener la intención de alcanzar. La propuesta, además, casa mal con un sentido democrático en un país en el que 20% de la población es árabe-israelí y crece, con Territorios Ocupados y con el factor de los refugiados aparte. Pero refleja la creciente influencia de los israelíes de las últimas inmigraciones provenientes esencialmente de la antigua Unión Soviética, y que no hunden sus raíces en la creación y construcción del Estado de Israel desde 1948.
En esta creciente radicalización de ambas partes es lamentable que el llamado “campo de la paz” haya prácticamente desaparecido en Israel y también entre unos palestinos cuya Autoridad Nacional está dominada por una gerontocracia. Sus voces no se oyen. Probablemente tampoco sea posible una paz si no hay una renovación generacional en la política en ambas partes. Y si el acuerdo de paz, o al menos la reanudación de los esfuerzos para intentarlo, se retrasa, la solución puede escaparse de forma definitiva de la mano, con lo que el tema quedará en un alargamiento sin límite del actual statu quo con el que no están tan descontentos los actuales dirigentes israelíes, y quizá también sus gentes, tras la seguridad que les da el muro y su superioridad tecnológica. Sin embargo, los últimos atentados terroristas, con cuchillos y atropellos, denotan un cambio de estrategia por parte de algunos palestinos. Y cuidado que la actual situación no lleve a una tercera Intifada, que se puede estar larvando ante la frustración generada entre los palestinos.
No hay mucho tiempo. Probablemente unos pocos meses. El que necesita el actual secretario de Estado de EEUU, John Kerry, para volver a intentarlo, pese a que no cuente con el apoyo de una Casa Blanca más volcada en Irán y los conflictos en Irak y Siria con el Estado Islámico y otras entidades, o un Congreso que a partir de enero va a estar dominado por los republicanos. Por su parte, la UE, con su política exterior ahora bajo la batuta de una Federica Mongherini decidida a actuar ante este conflicto, podría hacer algo, aunque nunca logrará una verdadera unanimidad para presionar a Israel, pues algunos Estados, principalmente Alemania por su pasado, no se moverán. De presionar a Israel se trata con el reconocimiento (por el Gobierno de Suecia) o la posibilidad de reconocimiento (por los parlamentos de Irlanda, el Reino Unido, España y Francia, previsiblemente hoy mismo) de Palestina como Estado sujeto de derecho internacional. Cabe recordar que los antiguos Estados del Este que hoy están en la UE ya habían reconocido a Palestina, como también Chipre y Malta (135 países lo han hecho en el mundo). Pero el Parlamento Europeo, en un debate la semana pasada, ha mostrado su división. La Eurocámara no votará al respecto hasta el pleno de diciembre, con un resultado incierto.
El Congreso de los Diputados aprobó el pasado 18 de noviembre, prácticamente por unanimidad, instar al Gobierno español a reconocer a Palestina, un paso más respecto al anterior reconocimiento como Estado observador en la UNESCO y en la ONU. Con esta iniciativa se trata, sobre todo, de contribuir a volver a crear un espacio político para la negociación y de preservar la solución en dos Estados. Pero es una posibilidad que no se va a mantener abierta mucho tiempo, y en la que hay que volver a involucrar el Cuarteto (UE, EEUU, Rusia y la ONU) además de a los países árabes. Aunque con el nuevo gobierno radicalmente contrario al islamismo, Egipto haya perdido capacidad de mediación con Hamás e incluso con la Autoridad Palestina. Al cabo, se trata de propiciar un doble reconocimiento: de Palestina por los europeos y otros; y de Israel por el mundo árabe.
Pero si no ocurre nada, si el proceso de paz no se retoma para abordar los problemas concretos que quedan, la UE, o mejor dicho, varios de sus Estados miembros, tendrán que dar un golpe sobre la mesa, que incluya ese reconocimiento. No parece que Netanyahu esté temblando por ello. El reconocimiento debe servir para hacer avanzar las cosas, pero si nada avanza, poco habrá cambiado al día siguiente de dar tal paso. Y si algo ha faltado en estos largos años de proceso de paz frustrado, ha sido una verdadera presión de la comunidad internacional sobre ambas partes. Claro que la comunidad internacional está en otras cosas, pese a que este conflicto contribuya a alimentar las llamas de los demás en Oriente Medio.