Las primeras elecciones directas al Parlamento Europeo se celebraron en 1979 cuando éste tenía pocos poderes, pero las de este mayo serán las primeras con un alto contenido realmente europeo para una cámara repleta de competencias a menudo ignoradas, y en medio de una crisis con Rusia por Ucrania que puede replantear las líneas de alianzas de los últimos años en el Viejo Continente. Aunque al final acabe dominando en estos comicios la dimensión nacional (e incluso sub-estatal en varios casos de España). La crisis económica ha hecho caer en la cuenta a los ciudadanos, en la zona euro y más allá, que la UE cuenta, y mucho, en sus vidas. Por primera vez se habla, más bien mal, de Europa y de otros países europeos, y no sólo de economía. También hay críticas cruzadas entre países sobre temas diversos. Así, una ministra francesa, e incluso la líder del Frente Nacional, Marine Le Pen, han criticado la reforma en España de la ley del aborto. La injerencia mutua es parte de esta Europa.
Estas elecciones afectan a 507 millones de ciudadanos, de los que unos 380 millones tienen derecho a voto en 28 Estados miembros de la UE, en lo que es uno de los mayores ejercicios de democracia del mundo (sólo superado por la India). Con la crisis, los ciudadanos se han percatado de la importancia de Europa pero valoran muy mal a sus instituciones; aunque peor aún valoran a sus gobiernos. España no es una excepción al respecto. Sin embargo, si la confianza en las instituciones europeas y en las nacionales sigue cayendo (aunque el deterioro de las primeras se ha detenido), los españoles han recuperado una parte de su apoyo al euro, según el último Eurobarómetro. En otoño de 2012 era del 62%, en la primavera de 2013 del 52% y en otoño de 2013 del 56%. Aunque no entusiasme, una mayoría clara de españoles aún comprende que si dentro de la Unión Monetaria hace frío, fuera de ella España se congelaría.
España es un caso bastante excepcional en un sentido: no hay movimientos euroescépticos, sobre todo por la derecha extrema populista, aunque sí hay una posición crítica por la izquierda. Pero con otros países del sur de la UE sufre de una divergencia política, que va más allá de la que ha afectado a la prima de riesgo de la deuda: en cuanto a los niveles de desconfianza política, la diferencia entre el sur y el norte de la UE ha crecido entre 2002 y 2012 desde el 9% hasta el 32%, en el caso de los gobiernos, y desde el 6% hasta el 25%, en relación con los partidos políticos. La diferencia en la insatisfacción con la democracia ha pasado del 21% al 46%. La desconfianza democrática está más acentuada en el sur.
Pero ello es muy diferente de la situación en los Países Bajos y en Francia, donde crecen el euroescepticismo y los populismos de derechas, o desde fuera del euro, el UKIP (Partido de la Independencia del Reino Unido) de Nigel Farage. Este último ha sido muy claro: lo que le interesa de las elecciones europeas no es la representación que pueda ganar su formación en la Eurocámara, sino la influencia del resultado electoral en el Reino Unido (para sacarlo de la UE e impulsar una política anti-inmigración). Lo que indica que pese a ser las elecciones más europeas hasta la fecha, serán ante todo una suma de elecciones nacionales con consecuencias europeas.
Los eurófobos –que se llaman a sí mismos “euro-realistas”– han puesto a los europeístas a la defensiva. Tienen una propuesta, han logrado animar el debate y hacer que en estas elecciones haya mucho en juego en el plano europeo. Pero los europeístas, como señalaba recientemente el ex ministro alemán de Asuntos Exteriores Joschka Fischer, carecen de una estrategia. Es urgente que recuperen un sentido de a dónde quieren –queremos– llegar. Europa está viviendo una crisis de estrategia, para sí (e incluso también frente a Rusia). En parte deriva de una crisis de liderazgo. Y el liderazgo en Europa no depende sólo de una persona, sino de un grupo de dirigentes. Jacques Delors no lo hizo solo, sino apoyado por un Kohl, un Mitterrand, un González e incluso una Thatcher. Es decir, que no bastará un cambio en la presidencia de la Comisión Europea para que surja una estrategia.
Y aunque sean las elecciones más europeas hasta la fecha, no está garantizada una amplia participación para elegir a unos eurodiputados que los ciudadanos ven como muy lejanos, lo que se suma a la desafección general hacia la política. Los ciudadanos ven estas elecciones aún como subsidiarias, lo que alienta la abstención. La participación ha ido bajando en proporción inversa a la importancia real que, tratado tras tratado, iba ganando el Parlamento Europeo. Fue del 61,99% en 1979 (Europa de nueve) para llegar al 43% en 2009 (en una UE de 27). Claro que en un sistema federal como EEUU, la participación se ha situado en torno al 54% en las últimas elecciones al Congreso, ligeramente por debajo de las presidenciales, pero muy por encima de los comicios a mitad de mandato (menos de un 40%).
No hay encuestas de cara a mayo a escala de toda la UE. Pero según PollWatch, unos análisis llevados a cabo conjuntamente por expertos de la London School of Economics y Trinity College de Dublín, los Socialistas y Demócratas, actualmente el segundo grupo en la Eurocámara, se convertirán en el primero con 221 escaños del total de 751, un 14% por encima de su fuerza actual. Y aunque el Partido Popular Europeo y los liberales vayan a perder escaños, los partidos tradicionales aún controlarán un 70% de la Cámara, por lo que no habrá problemas de gobernanza –sí de ruido– con los radicales eurófobos. Pero los resultados sí reflejarán una mayor fragmentación del electorado. O más bien, de los electorados, pues seguirán siendo nacionales.