Occidente, y varios gobiernos de la zona, han cometido un grave error de visión respecto a Daesh, el autodenominado Estado Islámico o ISIS en sus siglas en inglés: el de, bajo la óptica del terrorismo, creer en un principio que era como al-Qaeda. Es un animal muy diferente. Evidentemente usa el terror, en todas sus dimensiones, y más (y es tanto más peligroso si compite en brutalidad y atención mediática con la red fundada por bin Laden). Pero si esta y sus franquicias necesitan santuarios, Daesh requiere de control efectivo de territorio –de ahí su denominación de “Estado”– para lo que es un objetivo central de su líder y autonombrado califa, al-Baghdadi: ser un califato. Y a su cabeza se ha nombrado él mismo, provocando la ira de muchos musulmanes, pero también las declaraciones de lealtad por parte de otros.
Aunque su aspiración sea global, lo necesita para atraer a radicales de la región y más allá, y para imponer su versión extrema de la ley islámica. Sin territorio carecería de esa legitimidad, a sus ojos y a los de sus seguidores. Y por eso va a resultar mucho más difícil desalojarlo de las tierras y ciudades ocupadas en Irak y Siria, que a al-Qaeda de Afganistán en su día.
Un militar americano como el general Michael K. Nagata, al mando de las Operaciones Especiales en Oriente Medio, admitía recientemente no sólo que “no hemos derrotado” a Daesh, sino que “no entendemos siquiera la idea”. Y ya se sabe: la primera condición en toda estrategia es: “conoce a tu enemigo”. Según relataba Graeme Wood en un largo y documentado análisis en The Atlantic, esta gente cree en el Apocalipsis, un día del juicio final (cuyas raíces estudió magistralmente Jean Pierre Filiu en L’Apocalypse dans l’Islam) y que empezará con la gran derrota de un enemigo, que creen cercana, sobre la que se expandirá un califato global que llegará a Turquía y España.
El último califato –tipo de organización estatal-religiosa– fue el Imperio turco hasta que, ya muy decaído, Atatürk se lo cargó de un plumazo en 1924. Pero para Baghdadi (que es un Quraishí, de la tribu que controlaba la Meca y en la que nació el profeta Mahoma) es importante para él personalmente, como vehículo de salvación, de declaraciones de lealtad y de acogida de los más de 20.000 combatientes venidos de fuera, de 90 países distintos. Además de lo que supone para el revisionismo de las fronteras de Oriente Medio que nacieron en 1916 del pacto Sykes-Picot, denunciado por el movimiento.
De ahí una de sus pocas declaraciones públicas fuera el sermón en Mosul al respecto hace ahora un año, en el que declaró el Califato. A lo que hay que añadir la importancia del control de territorio para proveer justicia social y económica (otro precepto islámico). Y una cierta administración. Según algunos testimonios, y pese al terror, Daesh no lo está haciendo tan mal al respecto. Gracias en buena parte a funcionarios baasistas suníes de Sadam Hussein, especialmente los militares que se organizaron en las prisiones de Irak donde les encerraron tras la invasión norteamericana. Así han sabido explotar y comercializador el petróleo que conquistaban, recaudar impuestos y poner en marcha servicios. Los generales y oficiales de Sadam, impulsados por un nacionalismo suní revanchista antes que por un afán de teocracia, han hecho posible la actuación muy profesional de las fuerzas de Daesh.
Al-Baghdadi necesitaba de la captura y de la administración de un territorio para su legitimidad teocrática, como bien recuerdan Michael Weiss y Hassan Hassan en un libro recomendable: ISIS: Inside the Army of Terror. Si pierde el control del territorio (una superficie como la de Gran Bretaña, aunque en su mayor parte esté despoblada), dejará de ser un califato, y él califa perderá todo pie, no sólo en el territorio, sino más allá.
La de Baghdadi parece una visión aún minoritaria, pero no por ello menos peligrosa. Es el primer Estado en tiempos modernos creado por yihadistas. Desalojarlos, como decimos, va a resultar muy difícil a no ser que se metieran miles y miles de tropas de otros países árabes, lo que no va a ocurrir. De hecho, algunos piensan que los únicos que podrían vencer a Daesh serían los suníes, no necesariamente moderados, de Irak y Siria, es decir, una guerra entre hermanos. Nunca, los chiíes ni los kurdos, y menos los occidentales.
En todo caso, como señalaba en Madrid el antropólogo Scott Atran, que, en un intento de entender no sólo la idea sino también las motivaciones de sus seguidores, ha realizado estudios sobre el terreno sumamente interesantes sobre las características de los activistas de Daesh, el califato puede cambiar de forma, pero es una idea que ha vuelto para quedarse, y que puede afectar al discurso político general en el mundo entero. Aunque, como ha descubierto Atran, a los yihadistas de Daesh, sobre todo a los extranjeros, les muevan tanto o más las ganas de dinero y aventura que el apego a un islamismo radical simplón. Y para eso, también se necesita un territorio.