El 12 de junio de 1985 se firmaba en Lisboa y Madrid el Acta de Adhesión de España y Portugal a las Comunidades Europeas. Fue un momento conmovedor, aunque ensombrecido por un atentado de ETA. Para muchos demócratas era la realización de un sueño, de la incorporación a un proyecto del que nos habíamos quedado al margen debido a la dictadura.
Para España ha sido también un instrumento de cambio y modernización y que si no un plus de democracia, ha aportado además un plus de imperio de la ley. El camino hacia ese sueño, y la posterior andada en la hoy UE, se convirtieron en la principal palanca para modernizar España. Felipe González lo entendió muy bien. Eso y que había que estar activo y propositivo en la UE para amoldarla a los intereses de una España que ha participado desde entonces en todos los avances en la construcción europea. José María Aznar, tardíamente convencido de las bondades del euro para España, también. La UE era la mejor leva para reformar España, para introducir el IVA, para liberalizar sectores, para lograr unas estadísticas fiables, y un largo etcétera. Zapatero y Rajoy lo comprendieron asimismo.
La soberanía compartida, y la condición esencialista para España de Estado miembro, es una manera de evitar desmanes. Es una garantía. Aunque no impidió adentrarse en errores colosales como la burbuja inmobiliaria y financiera. Hoy sí sería más difícil, pues la supervisión bancaria, falta de confianza en el nivel nacional, se ha trasladado al Banco Central Europeo. Y la unión monetaria se ha convertido en una unión de disciplina fiscal que ha supuesto un corsé para las cuentas públicas en España. Lo que tiene sus ventajas, aunque también sus perjuicios. Hoy, las políticas públicas españolas vienen enmarcadas en los parámetros que se fijan en Europa, especialmente en la Eurozona, en la que participamos. De eso se habla poco en el intenso debate político español.
Lo que plantea un problema de democracia. Pues se está vaciando una parte importante de la democracia nacional, sin reemplazarla por otra europea. Claro que de eso se habla también poco en España. Quizá porque como escuché de boca de un diplomático británico hace tiempo, los españoles creemos en Europa porque no creemos en nuestras propias instituciones. Preferimos que la garantía de tener que actuar sensatamente nos sea impuesta desde fuera, lo que, además, es conveniente para los gobiernos del momento ante decisiones impopulares.
Treinta años después, y a pesar de la erosión de la popularidad de lo europeo en España, sigue siendo así. Y la UE sigue siendo ese agente esencial para impulsar reformas y transformaciones, aunque quizá menos. Así, la Agenda 2020 (tras el fracaso de las Agendas de Lisboa) cubre muchos aspectos, pero su éxito no está garantizado pues le faltan mecanismos de obligatoriedad. Aunque toda Europa, incluida España, debería avergonzarse de su cicatería a la hora de acoger no inmigrantes sino refugiados
Otra gran palanca, mucho menos gobernable, de cambio es la globalización por lo que supone de presión de la competencia exterior, y de las oportunidades que brinda. España se ha globalizado vía Europa –y la predictibilidad y estabilidad que supone ésta– y América Latina. Hubo una visión detrás. Hacia Europa, que nos marcó un camino. Sabíamos lo que queríamos ser, a dónde ir: ser como los otros europeos comunitarios (y hoy ya no es tan seguro). Y hacia América Latina en los 90, con una visión desde el gobierno y desde algunas empresas. España volvía a globalizarse vía las Américas, como lo hizo en el siglo XVI, sólo que de una manera muy diferente. Aunque quizá esta americanización ha frenado el ímpetu español hacia Asia, llamada a convertirse en la mayor área económica del mundo.
Quizá Europa se nos está quedando estrecha, a nosotros y otros países europeos incluido uno central como es Alemania. Sigue siendo destino y origen principal de nuestro comercio exterior pero menos. Las exportaciones españolas al resto de la UE han pasado de representar un 70% a un 60% del total. Y siguen bajando pues pese al actual crecimiento, la crisis ha llevado a las empresas y al gobierno a intensificar la busca de otros mercados o destino y origen de inversiones, en los emergentes, incluida América Latina (y EEUU, que a menudo se olvida). Para Alemania, el paso ha sido del 65% al 50%. Es decir, que forzosamente, al hacerse más global, España (y sus socios) se vuelven menos europeos. Aunque necesitarán a Europa como plataforma para pesar en la globalización de forma colectiva (el TTIP es un ejemplo), si bien con rivalidades entre los Estados miembros de la UE a la hora de llevar a cabo las políticas económicas exteriores.
También en materia de política exterior hay dudas. Las políticas nacionales pesan en general menos, y la común europea, pese a disponer ahora de instrumentos como el SEAE (Servicio Europeo de Acción Exterior), no lo suficiente.
Así, una cuestión es si el nuevo escenario le llega demasiado tarde o demasiado pronto a esta Europa muy diferente de aquella en la que entró hace 30 años una España también muy diferente, que se ha transformado y sigue transformándose en buena parte gracias a su pertenencia a la UE.