Los españoles se han acostumbrado a llevar una mascarilla para protegerse del COVID-19, los cubanos un nasobuco, los argentinos un barbijo y los bolivianos un barboquejo. En otros países de América Latina la gente lleva un tapabocas o cubrebocas. En países de habla inglesa, esencialmente el Reino Unido y los Estados Unidos, hay una sola palabra para mascarilla y las otras variedades: face mask.
El libro Lo uno y lo diverso publicado por el Instituto Cervantes y Espasa demuestra la gran variedad del español dentro de la unidad. El 2% de las palabras del idioma español, hablado por unos 490 millones de personas como lengua nativa a lo largo de 19 millones de kilómetros cuadrados (es lengua oficial en 21 países), son propias de distintas variedades lingüísticas y no comunes.
La lengua española es como una verdadera torre de Babel en la que habita un solo idioma. Se asemeja a un pulpo: diversos tentáculos, pero al fin un solo animal.
A veces el significado de una palabra cambia de un país a otro y puede crear situaciones embarazosas, como cuenta Marta Sanz en una de las muchas anécdotas divertidas incluidas en el libro. Un día, siendo docente de Creatividad Literaria en Madrid, sus estudiantes mexicanos cursaron la siguiente invitación: “Maestra, ¿quiere venirse hoy con nosotros a chupar unas pollas ahí?” Nunca se había tropezado con un grupo tan desinhibido. Sus estudiantes interpretaron bien los signos de su cara, el enorme desajuste, y enseguida reaccionaron: “Ay, sí, maestra, a tomar unas cañas por ahí como ustedes dicen”. Hecha la aclaración, Sanz les aconsejó que no entraran en los bares madrileños diciendo cosas así.
El escritor mexicano, José Emilio Pacheco, Premio Cervantes en 2009, según cuenta Juan Villoro, otro contribuyente al libro, estando en un hotel en Madrid, llamó a la recepción para solicitar que enviaran “un plomero a arreglar la llave de la tina”. En España, Pacheco necesitaba un fontanero que reparar el grifo de la bañera.
En México, la buena educación es un vivero de eufemismos. El barrendero es llamado señor de la basura, del mismo modo en que los ladrones son amigos de lo ajeno. Quien es asaltado por delincuentes que no se llevan todo, reconoce sin ambages que esas personas saben trabajar.
Como nos recuerda Mempo Giardinelli de Argentina, el idioma común de casi toda Latinoamérica es el castellano americano –no el español– desde que hace 170 años el lingüista venezolano Andrés Bello (1781-1865) designó así a esta lengua, al publicar en 1847 su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos.
El español es una lengua muy viva y dinámica. En Chile, por ejemplo, la clase alta echa la culpa al reciente estallido social a los flaites, una palabra que deriva de un modelo de zapatillas Nike, llamado Flight Air, muy popular entre los jóvenes de las clases populares en los noventa. La palabra flaite ha entrado en el diccionario de uso del español de Chile: “Persona de clase social baja y comportamiento extravagante, que es relacionada generalmente con el mundo delictual”.
A pesar de esas divergencias (muchas de ellas decodificables con facilidad), los hispanohablantes se entienden. Por eso fue absurdo que en 2019 Netflix tradujera en España la película mexicana Roma, hecho que indignó a los españoles hasta el punto de que la multinacional estadounidense se vio obligada a retirar la subtitulación española, que llegaba a escribir enfadarse cuando uno de los actores decía enojarse. “Hablar una lengua con muchas diferencias no significa, ni mucho menos, que estemos hablando una lengua diferente”, dice Alex Grijelmo.
La inauguración en junio pasado de la sede del Instituto Cervantes en la ciudad texana de El Paso, fronteriza con México, nos recuerda la creciente importancia del español en Estados Unidos. Con más de 40 millones de hispanohablantes (13% de la población), según la última encuesta, y con unos 12 millones de hablantes bilingües de español, Estados Unidos es la segunda provincia del español, por arriba de España, que apenas aporta el 8% de los hispanohablantes de todo el mundo, sólo por detrás de México. En el Reino Unido, desde 2019, el español es la lengua favorita, por encima del francés, entre alumnos y alumnas británicos de colegios secundarios estudiando sus A-levels.
El Paso formó parte de México hasta su cesión a Estados Unidos en 1848 bajo el Tratado de Guadalupe Hidalgo junto con partes de Arizona, California, Nuevo México, Colorado, Nevada, Utah y Tejas. Si todo va bien, el año que viene habrá un centro del Cervantes en Los Ángeles, capital hispana de Estados Unidos. Ya hay centros en Nueva York, Chicago, Albuquerque, Boston y Seattle.
El Paso es un lugar muy simbólico. “No hay más que reparar en el nombre de una ciudad pensada como puerta y no como límite, como si fuera un idioma”, escribió Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, la institución pública creada en 1991 para promover universalmente la enseñanza, el estudio y el uso del español y contribuir a la difusión de las culturas hispánicas en el exterior.
Todo indica que el español está lejos de correr peligro. Sorprende pues que, a pesar de ser defendido por el Instituto Cervantes, las 23 Academias de la Lengua Española existentes, los departamentos de Filología Hispánica de las Universidades de todo el planeta y la propia vitalidad de todos los hispanohablantes, la Comunidad de Madrid haya creado una Oficina del Español que autoproclama a Madrid capital europea de esta lengua para su (in)necesaria promoción.