Se acaba de celebrar el que puede ser considerado como el más importante de los debates sobre el estado de la Unión desde que el Tratado de Lisboa introdujera esta práctica en la poco excitante vida política de Estrasburgo. Es cierto que la situación tan compleja, y para muchos lúgubre, que vivía el proceso de integración en las anteriores ediciones ayudaba poco a darle fuste pero, bien pensado, los momentos más propicios para un discurso con consecuencias relevantes son aquellos en los que se vive una situación excepcional. En EEUU se recuerdan históricas ediciones del State of the Union Address como los pronunciados por Franklin D. Roosevelt durante la Segunda Guerra Mundial o por George W. Bush tras los ataques del 11 de septiembre. En la UE, en cambio, la experiencia había oscilado hasta ahora entre las apelaciones poco efectivas de José Manuel Durão Barroso a una mejor gestión de la crisis económica o los –interesantes pero poco transformadores– ejercicios de autocrítica que Jean-Claude Juncker hizo en sus dos primeros años. Ahora se enfrentaba a su penúltimo debate (pues ha anunciado que no se presentará a la reelección en 2019) y quería sacar partido del nuevo clima político para cambiar el tono. El presidente ha dado por superada la crisis, ha despachado el Brexit en dos renglones (el 0,5% del texto) y, aprovechando el momento favorable, ha marcado posiciones en el debate sobre la nueva Europa a 27. Por supuesto, como es propio de un discurso de cadencia anual, Juncker no ha descuidado la coyuntura con menciones y propuestas aplicadas a políticas concretas (economía, comercio, inmigración) donde los eurodiputados que le escuchaban son actores muy poderosos. Pero este análisis se centra en las abundantes consideraciones a largo plazo que el orador ha hecho y cuyo destinatario iba más allá del Parlamento Europeo en el que hablaba.
“Juncker no está por la labor de nuevas transferencias competenciales a la UE”
Es necesario empezar señalando que, a diferencia de lo que ocurre en los discursos equiparables a éste en las democracias estatales, el presidente de la Comisión es jefe de un poder ejecutivo pero no el líder de la comunidad política. Normalmente no es fácil distinguir ambas figuras pues tienden a coincidir, tanto en EEUU como en la mayor parte de los parlamentarismos. Pero, por decirlo en términos gráficos, el debate de política general es algo más propio de presidentes (en el caso británico y holandés, incluso todavía de reyes) que de primeros ministros. Cuando Nicolas Sarkozy decidió hacer algo parecido también en Francia, el protagonista fue lógicamente él y no su Premier ministre. Y así, si se observan los tratados y la realidad política europea, se convendrá que Juncker se acerca más a esta última figura que a la del Président. La Comisión puede resultar la institución ideal para hacer un informe de situación de la UE o para adelantar la agenda normativa del año pero no tanto para el tercer gran propósito de este tipo de discursos: definir los grandes impulsos políticos. Es el Consejo Europeo (y dentro de él sus miembros más influyentes) el que fija las “orientaciones y prioridades políticas generales”. Sin embargo, Juncker se ha atrevido hoy a liderar y hasta a usar la metáfora por excelencia del gobernante: la del “capitán que pilota el barco”. Al final se volverá sobre este punto.
No ha sido su única alusión a la náutica. Varias veces ha hablado del viento que ahora infla las velas aunque, temeroso de pecar de optimista, también ha advertido que las “nubes en el horizonte” volverán a aparecer y que urge prepararse bien antes de largar amarras y salir del puerto. Claro que la cuestión clave ahora mismo sería hacia qué rumbo navegar y si se hace o no en formación. Para dar respuesta a eso, Juncker ha presentado su visión personal; un “sexto escenario” que serviría de colofón a las cinco alternativas que la propia Comisión planteó con su “Libro Blanco sobre el futuro de Europa” de marzo pasado. Como era de esperar de quien lidera la institución que es guardiana de los Tratados, se ha descartado tanto el primer escenario –seguir igual que ahora– como el segundo –limitarse al mercado único–, pero el presidente tampoco ha optado por el quinto, en el que todos los Estados deciden transferir más poder a la UE. Y es que, como se acaba de decir, el planteamiento era el de un escenario nuevo donde se recogen elementos federalistas y unitarios pero sintetizados con alusiones muy claras a la cuarta opción –hacer quizá menos en algunos ámbitos– y guiños más indirectos a la tercera –las geometrías variables– que ahora se mencionarán. Por tanto, aunque a primera vista pareciera que el discurso se inclina por hacer mucho más (unión económica, movimiento de personas y seguridad) y hacerlo conjuntamente (con el euro, la unión bancaria y el espacio Schengen a 27), una lectura cuidadosa lleva a conclusiones más matizadas.
“El afán por evitar la fractura ya no se orienta al eje norte-sur sino al este-oeste”
Por lo que se refiere a los ámbitos de actuación, Juncker no está por la labor de nuevas transferencias competenciales a la UE. De hecho, y sin descartar del todo la reforma de los Tratados, ha dicho que “no es la respuesta que espera la ciudadanía” y ha puesto varios ejemplos en donde lo que hace falta no es ganar más poderes sino ejercer mejor las que ya se tienen o ayudar a los gobiernos nacionales a desarrollar su labor. También ha dicho que quiere centrar la atención en los grandes asuntos sin interferir en la vida diaria de los europeos. Ha declarado su preferencia porque la Comisión termine lo que ha empezado evitando lanzar nuevas iniciativas. Y si todo lo anterior no fuese suficientemente claro, ha presumido de todo lo que su colegio de comisarios ha delegado en las autoridades nacionales, regionales o locales en estos años e incluso admitido la conveniencia de devolver a los Estados algunas funciones que hoy ejerce la UE, si fuese razonable hacerlo. Una renacionalización que formalmente no se hará, pues ni siquiera fue considerada recomendable en el ejercicio de revisión competencial desarrollado hace pocos años en el Reino Unido, pero que muestra sus ganas de agradar a los no pocos defensores de la subsidiariedad.
En cuanto al rechazo a la Europa “a múltiples velocidades”, en el que han coincidido los primeros titulares periodísticos, no debe confundirse el deseo de aparecer como el presidente de todos con una posición rígida contra la integración diferenciada. La idea primera es, en efecto, la unión y la convergencia (por cierto, en este punto resulta interesante constatar que el afán por evitar la fractura ya no se orienta en 2017 al eje norte-sur sino al este-oeste: el discurso ha subrayado que la UE va “de Vigo a Varna” y no tanto de Helsinki a Atenas). Y al hacer esa profesión de fe sobre la unidad, era inevitable convocar de manera clara al conjunto de miembros para que se unan a la moneda, a la defensa o a la política de fronteras común. Es lógico e inteligente. Sirve para poner el énfasis en el destino ambicioso hacia el que se pone proa al tiempo que, para no molestar a los reacios, se subraya que se cuenta con ellos. Sirve también, de paso, para criticar la necesidad de presupuestos o parlamentos paralelos –como los recientemente sugeridos por el presidente francés en Atenas–, que gustan poco en Bruselas y menos aún en Berlín. Pero en ningún lugar dice Juncker que los que no desean mantener la formación (ya sean las recalcitrantes Polonia y Hungría o las ricas Suecia y Dinamarca) pueden frenar al resto de la flota o no arrostrar las consecuencias que, en forma de pérdida de influencia, tendrá no desplegar las velas. Se desea una “Europa más unida” pero también “más fuerte y democrática”. El énfasis en el respeto a los valores o al cumplimiento del Estado de Derecho es, empleando la jerga marinera tan usada en el debate, un aviso a navegantes.
“El discurso era paradójicamente más difícil que el del año pasado porque ahora hay una ventana de oportunidad y, por tanto, el riesgo de desaprovecharla”
Ha sido, en fin, un discurso europeísta en la forma sin dejar de ser realista en el fondo. Un discurso paradójicamente más difícil que el del año pasado porque, a diferencia de entonces, ahora hay una ventana de oportunidad y, por tanto, el riesgo de desaprovecharla. Como suele decir Martin Selmayr, el jefe de Gabinete que tan cuidadosamente había preparado este debate, tan malo es no darse cuenta de que la ventana era grande (y quedarse cortos en el tiro) o de que era más pequeña de lo pensado (y pasarse de munición). Por eso Juncker quiere que Europa sea audaz, pero midiendo las fuerzas. Sabe que la legitimidad de la UE es limitada y desea avanzar sin asustar. Por un lado, al modo clásico de reafirmación del método comunitario sobre el intergubernamental usando pasarelas que reduzcan el uso de la unanimidad o con el Mecanismo Europeo de Estabilidad inserto en el marco institucional común. Y, por lo que hace a las novedades, evitando grandes reformas pero tocando teclas sencillas a modo de palancas europeizadoras: la lista transnacional de eurodiputados; la extensión al gobierno económico del esquema de doble sombrero ya aplicado a la acción exterior (con un vicepresidente de la Comisión que coordine a los ministros de Finanzas); o la llamativa sugerencia de fundir su presidencia (que seguiría siendo elegida por el sistema de spitzenkandidaten) con la del Consejo Europeo.
Si consigue todo eso, se habrán dado grandes pasos para politizar y democratizar la UE de modo que en futuros debates sobre el estado de la Unión haya menos dudas de si el que lo pronuncia, además de dirigir un poder ejecutivo, es el capitán. Pero incluso en ese escenario, nadie se debe confundir. Los Estados seguirán dando indicaciones sobre el rumbo. De hecho, la nueva hoja de ruta presentada por la Comisión de manera simultánea al debate, y que fija el calendario del debate hasta las próximas elecciones, reconoce que serán los 27 los que seguirán teniendo la última palabra sobre el futuro de Europa. En marzo de 2019 se reunirán en la ciudad rumana de Sibiu (o Hermannstadt para los alemanes que la fundaron) y en ese simbólico lugar del este en el que, como en la patria de Juncker, conviven la Europa germánica y la latina, despedirán la UE de 28 y alumbrarán la de 27.