Es probable que el discurso que ayer pronunció el presidente Barack Obama sobre los cambios en los países árabes no haya dejado plenamente satisfecho a nadie –tal vez ni a él mismo–, pero puede marcar el comienzo de una nueva etapa entre Estados Unidos y los países árabes y musulmanes. El Magreb y Oriente Medio están experimentando cambios acelerados que no sólo afectan a la relación entre cada Estado y su sociedad, sino que tendrán implicaciones profundas en las complejas relaciones internacionales de la región. A pesar de las incertidumbres que existen, parece que Washington es la capital occidental donde mejor se están sabiendo interpretar las causas de esos cambios, pero también las grandes oportunidades que pueden acompañarlos.
Obama ha querido fijar las prioridades de la política exterior estadounidense en esta nueva etapa, y para ello ha recurrido a sus mejores dotes oratorias para presentar un análisis sin ambages, inimaginable antes de la caída de Ben Ali en Túnez y de Mubarak en Egipto. Sus conclusiones son claras: “en demasiados países, el poder se ha concentrado en las manos de unos pocos”, “las estrategias de represión y de desviar la atención ya no funcionarán”, “el statu quo no es sostenible” y que “a través de la fuerza moral de la no violencia, las gentes de la región han conseguido más cambios en seis meses que los terroristas en décadas”. El resumen del discurso bien podría ser que si no cambia el enfoque norteamericano hacia esa región, se corre el riesgo de “ahondar la espiral de división entre Estados Unidos y las comunidades musulmanas”.
El nuevo enfoque que defiende el presidente estadounidense estará centrado en el apoyo a las transiciones ya iniciadas en Túnez y Egipto, así como a las que puedan venir después, con un fuerte componente de desarrollo económico. Para ello se ofrece una combinación de ayudas directas y medidas para una mayor integración en la economía mundial, pero también de “ayuda a los nuevos gobiernos democráticos para recuperar activos robados”. La Unión Europea está llamada a contribuir activamente al desarrollo económico y político que piden sus vecinos del sur, por lo que será importante que haya una buena coordinación transatlántica y una idea clara de los objetivos y de los instrumentos disponibles.
Sin embargo, a pesar de que Obama ha ofrecido una visión de futuro como respuesta a las revueltas democráticas árabes, su discurso ha quedado lastrado por el peso de décadas de apoyo estadounidense a regímenes tiránicos y por el hecho de que Israel es una cuestión de política interna en Estados Unidos. A pesar de los malabares argumentativos para repartir responsabilidades por la falta de paz entre israelíes y palestinos, muchos habitantes de la región seguirán viendo el apoyo incondicional estadounidense a las políticas de Israel, incluida la expansión de asentamientos, como una prueba de su doble rasero y de su falta de sinceridad.
Estados Unidos puede ganar credibilidad y simpatizantes en los países árabes y musulmanes por dos vías: la primera, respaldando decididamente las aspiraciones legítimas de sus habitantes que piden más dignidad y democracia a partir de los intereses y el respeto mutuos, y la segunda, aplicando una política que sea vista en la región como más equilibrada hacia el conflicto israelo-palestino, y que permita a todos sus habitantes vivir en paz y seguridad. Sólo la combinación de ambas vías puede mejorar las posibilidades de éxito del nuevo enfoque esbozado ayer por el presidente Obama. La historia y los desengaños pesan mucho en esa región, pero sus poblaciones también están demostrando que se saben armar de civismo para luchar por un futuro mejor.