Rusia no ha sabido digerir la salida de Ucrania de su esfera de influencia. Ni siquiera la anexión de Crimea le bastó para paliar el distanciamiento –asistido por Occidente– de la mayor parte de la población y del territorio de Ucrania respecto a Moscú. Su estrategia de mal perdedor no se limitó a utilizar las cartas políticas, económicas y étnicas que tenía en su mano para condicionar el futuro del país y recurrió a una insurgencia armada que no ha encontrado el apoyo masivo de la población del este de Ucrania que se esperaba. Salvo en algunos lugares aislados, la insurgencia “popular” sólo ha servido para ocupar algunos edificios públicos, impedir las elecciones presidenciales y establecer controles de carreteras y accesos a poblaciones que se han ido levantando bajo la presión errática de las Fuerzas Armadas ucranianas.
La insurgencia pro-rusa ha conseguido denegar el acceso y el control del territorio oriental ucraniano al gobierno de Kiev y se ha mantenido en el tiempo gracias al trasvase de milicianos y armamento a través de la frontera rusa. Tirando del manual de acciones encubiertas a gran escala de sus fuerzas especiales y paramilitares, la asistencia rusa ha sostenido la capacidad militar de las milicias radicales sin que hasta ahora se consiguieran evidencias de la intervención.
En la conducción de la geopolítica rusa en Ucrania, el presidente Putin ha cometido un error de cálculo. Si se hubiera limitado a entregar la pieza de Crimea al irredentismo ruso, en lugar de mostrarse dispuesto a apoyar cualquier nueva causa de secesión, no se vería ahora atrapado entre un nacionalismo ruso que aboga por la confrontación y otro pro-ruso en Ucrania que sólo aspira a la secesión. Sea por falta de voluntad o de capacidad, las autoridades rusas no han conseguido hacer que los insurgentes pro-rusos aceptaran un alto el fuego ni se han desmarcado de la insurgencia armada. Salvo por la decisión de revocar el acuerdo parlamentario que facilitaba la intervención militar en Ucrania o la de aceptar el resultado electoral del presidente Poroshenko en mayo, el presidente Putin se ha mantenido como el valedor de la causa insurgente.
Esta se ha visto alimentada por la limitada, y titubeante, capacidad de las Fuerzas Armadas ucranianas para atacar a las milicias y por el apoyo logístico de manufactura rusa que ha entrado por la frontera común. La disponibilidad de misiles portátiles permitió a la insurgencia atacar antes a aparatos militares ucranianos y el derribo de otro avión militar el lunes 14 de mayo, esta vez a mayor altura que la accesible para los misiles portátiles atribuibles a la insurgencia, indicó la disponibilidad de una capacidad antiaérea en el este de Ucrania que sólo está al alcance de un ejército regular (también lo estaría el ataque a un avión que denunció el gobierno ucraniano dos días después). El derribo de un avión civil de pasajeros del día 17 de julio confirma la existencia de esa capacidad y –a expensas de que una investigación confirme la autoría y los detalles– todos los indicios apuntan a Moscú, por lo que corresponde a este país la carga de la prueba.
El derribo, investigaciones aparte, coloca a Moscú en una situación delicada. Con casi 300 muertos esparcidos por la llamada República Independiente de Donetsk, será más fácil ahora que europeos y estadounidenses converjan a la hora de decidir y aplicar las sanciones, ya que los países europeos que se venían resistiendo a aplicar la gama de sanciones más severas tendrán que ceder. Con ello Rusia se encamina a unas sanciones que no sólo afectarán a personalidades y entidades concretas sino a sectores económicos enteros. Además, el derribo reforzará a los partidarios de la contención y de la reducción de los canales de comunicación con Rusia, lo que afectará a las relaciones de Rusia con EEUU, la UE y la OTAN.
Da igual conocer quién y dónde se disparó el misil –si es que algún día se conoce– y si fue una acción premeditada o un error más entre los muchos que se cometen en una guerra. Da igual si el derribo se produjo desde un lado u otro de la frontera, desde el aire o desde tierra, porque lo importante no es quién apretó el disparador sino quién puso en sus manos un sistema de defensa antiaérea tan letal sin asegurarse el mando y control de su empleo. Ninguna estrategia militar, por bien planificada que esté, sobrevive al contacto con la realidad ni deja de enfrentarse a consecuencias no deseadas. Al apostar por una estrategia de apoyo a una insurgencia armada, abierta en lo político y encubierta en lo militar, Rusia se ve ahora en la obligación de probar su inocencia o de asumir la responsabilidad última del derribo.
La investigación no va a beneficiar a Rusia porque en este tipo de sucesos es muy difícil encontrar pruebas que clarifiquen la autoría de forma incontrovertible e inmediata, especialmente en las difíciles condiciones de acceso e imparcialidad en la que se va a realizar esta investigación. Y en ausencia de una explicación convincente del derribo, la explicación más lógica será que Rusia es –cuando menos– cómplice y colaborador necesario del derribo por su apoyo sostenido a la insurgencia armada en el este de Ucrania. Suministrar equipo militar avanzado como misiles y sistemas antiaéreos a movimientos rebeldes, insurgencias y gobiernos afines es algo a lo que se han resistido los países occidentales por la dificultad de su control y el temor al destino y empleo final de esas armas. El derribo debería servir de aviso tanto para quienes urgen a esos gobiernos a que las suministren con más prodigalidad como a los gobiernos que no han tenido reparos en hacerlo. Coquetear con los actores no estatales violentos en terceros países tiene un precio y, a corto plazo, el presidente Putin va a tener que pagar en Ucrania un alto precio político, económico y militar tras el derribo del Boeing malayo. Pero a mayor plazo será Rusia, sembrada de tensiones secesionistas e insurgentes, la que pueda acabar pagando un mayor precio. Lo dicho: Moscú, tienes un problema.