La alianza improbable entre Rusia y Arabia Saudí acaba de hacer honor a su calificativo y ha saltado por los aires en el peor momento posible. El pasado 6 de marzo el ministro ruso de energía, Alexander Novak, rompió todos los pronósticos al declarar en la reunión de la OPEP en Viena con sus socios no-OPEP (básicamente Rusia) que a partir del 1 de abril se acabaron las cuotas y los recortes a la producción. Arabia Saudí sólo tardó un día en reaccionar, rebajando abruptamente los precios del petróleo que Saudi Aramco vende a los distintos mercados: para su crudo medio, el más popular, la rebaja fue de 8 dólares por barril para Europa, 7 dólares para Estados Unidos y 6 dólares para Asia. El 9 de marzo, los mercados abrieron con caídas en el entorno del 30% para el Brent y el WTI, crudos de referencia en Europa y Estados Unidos, respectivamente, aunque las caídas se moderaron (por decir algo) a lo largo del día para ceder en el momento de escribir estas líneas alrededor del 20% y situarse, en el caso del Brent, en el entorno de los 37 dólares/barril.
La decisión rusa sorprendió a todos los analistas y, más importante, dejó helados a los participantes en la reunión, especialmente al nuevo ministro saudí del petróleo, el príncipe Abdulaziz bin Salman, hijo del rey Salman y un veterano de la OPEP tras décadas impulsando sus recortes de producción. Aunque todos eran conscientes de que parte de la industria petrolera rusa llevaba meses quejándose de los recortes de producción, que retrasaban sus planes de inversión en nuevos proyectos y contaban con la oposición frontal del todopoderoso Igor Sechin, cabeza de la petrolera Rosneft y aliado clave de Putin, nadie esperaba una decisión tan drástica. Hasta ahora Rusia había optado por maniobras dilatorias, como retrasar reuniones o impedir su adelanto; por dudar de la necesidad de recortes adicionales a los 2,1 millones de barriles diarios (mbd) o preferir recortes adicionales muy por debajo de los demandados por Arabia Saudí; e incluso por reducir sus compromisos dejando a los saudíes soportar el grueso de los recortes de producción. Pero lo que nadie esperaba era una salida, y menos tan abrupta, de una relación que durante más de tres años ha sido capaz de soportar los precios del petróleo en niveles aceptables para todas las partes.
Es cierto que se llevaba meses especulando sobre la estrategia de salida del acuerdo; es decir, cómo abandonar los recortes de producción de manera que no afectase demasiado a los precios, cuidando el momento, las formas y las perspectivas. Lo que no se puede negar es que Rusia ha tomado una decisión consistente en los tres ámbitos: en el peor momento posible por el colapso de la demanda de petróleo causado por la crisis del coronavirus, humillando a los saudíes y dañando seriamente las expectativas de una recomposición futura de la OPEP+. Uno de los elementos que puede explicar la obcecación de Putin por acabar con los recortes y las cuotas de producción es su impacto sobre Estados Unidos, tercero en discordia del idilio entre Rusia y los saudíes. El Kremlin podría haber llegado a la conclusión de que es el momento de devolver a Estados Unidos las sanciones a su sector energético por la anexión de Crimea, al gasoducto Nord Stream 2 y a Rosneft por su ayuda a PDVSA a eludir las sanciones a Venezuela. El movimiento ruso se produce en un momento difícil para los frackers estadounidenses, muchos de los cuales afrontan dificultades de financiación y a los que un período prolongado de precios bajos del crudo puede abocar a la quiebra.
La reacción saudí parece igualmente complicada de entender, al entrar inmediata y abiertamente en una guerra de precios con Rusia y Estados Unidos que puede llevar al petróleo a niveles desconocidos en lo que va de siglo. El gambito es una estrategia muy apreciada en el ajedrez, pero rara vez se ejecuta mientras se está en jaque, como ocurre ahora con los productores de petróleo frente al hundimiento de la demanda ocasionado por el coronavirus. En el caso saudí, pueden conjugarse la necesidad de responder con firmeza a la estrategia rusa con la oportunidad de doblegar parcialmente a la muy resistente producción estadounidense. El reto principal reside en la lucha por la cuota de mercado en los mercados asiáticos. Hasta la irrupción del coronavirus, Asia era el principal vector de crecimiento de la demanda de petróleo y el principal mercado de Arabia Saudí, absorbiendo más del 70% de sus exportaciones de crudo, mientras que Europa sólo representa algo más del 10% y Estados Unidos apenas un 3%.
Asia es, por tanto, el principal mercado en disputa entre saudíes, rusos y frackers estadounidenses, y el único con un potencial cierto de crecimiento en el medio y largo plazo. Europa ha apostado por la diversificación de las importaciones energéticas rusas y por la transición energética y la descarbonización, obligando a Rusia a buscar nuevos mercados. Estados Unidos no sólo es autosuficiente y apenas importa ya petróleo, sino que ha empezado a exportarlo a Asia, y de hecho China se ha comprometido a importar volúmenes crecientes de crudo como parte de sus acuerdos con la administración Trump para evitar una guerra comercial. Pero la demanda asiática se está viendo muy afectada por el coronavirus, por lo que tanto Rusia como los saudíes parecen haber llegado a la conclusión de que la única forma de mantenerla es bajando precios y conquistando cuota de mercado a expensas de sus competidores. El problema es que lo han hecho de la peor manera posible: por sorpresa, en desorden y con daños a terceros que van más allá de los productores estadounidenses para generar una enorme distorsión en la economía mundial. En suma, las consecuencias económicas del remedio prescrito por Rusia y Arabia Saudí a la crisis del coronavirus pueden ser peores, y más prolongadas, que las de la propia enfermedad.