Después de meses de meticulosa –y también angustiosa– preparación, por fin ha finalizado el vigésimo Congreso del Partido Comunista de China (PCCh).
Desde el informe inicial del presidente Xi, pasando por la bochornosa salida del expresidente Hu Jintao, hasta el anuncio de los integrantes de la Junta Permanente del Politburó, todo lo que hemos vivido en esta última semana ha sido sorprendente por un motivo simple. Ha faltado el equilibrio que ha caracterizado a los líderes de la República Popular China desde Mao ZeDong, ese difícil equilibrio entre una economía de mercado y el importante papel del Estado en la economía y en otras materias. Esa falta de equilibrio probablemente estriba del hecho que el presidente Xi venía a este Congreso para quedarse y no para suplicar un tercer mandato. Y así ha sido.
Desde que Xi Jinping decidió eliminar el límite de dos mandatos que estableció Deng Xiaoping para asegurar la renovación de los cuadros del Partido, el terreno estaba abonado para una mayor acumulación de poder por parte de Xi, pero pocos pensaban que llegaría a concentrarlo tanto. La pregunta que uno se puede hacer es por qué: el entorno externo es mucho más difícil que hace cinco años, puesto que EEUU y, más recientemente, la UE y Japón, consideran a China un rival sistémico de manera abierta. Adicionalmente, el periodo de bonanza que al principio acompañó al gobierno del presidente Xi ya ha quedado atrás, con una ineludible desaceleración estructural de la economía china. Como si esto fuera poco, las restricciones relacionadas con la política del COVID-cero que el gobierno chino ha decidido mantener, junto con el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, han puesto a China en un verdadero brete, hasta el punto de que el país va a cerrar con un crecimiento del PIB de menos del 3%, muy similar al nivel de 2020, cuando estalló la pandemia. Más allá del entorno externo hostil y del empeoramiento de la situación económica, no podemos olvidar la ideología. Xi Jinping nos ha recordado en cada discurso que China es un país comunista con “características chinas” y así se ha demostrado. De hecho, cada vez es un comunismo más totalitario y me es difícil juzgar si se puede considerar que tenga características chinas o no porque China ha pasado por muchos modelos autoritarios diferentes.
En cualquier caso, y centrándome en el ámbito económico, parece importante valorar cuáles son las grandes líneas de acción anunciadas por Xi Jinping. La primera es que la política “dinámica” del COVID-cero sigue vigente, sellada por el éxito en salvar vidas respecto al caos de Occidente. Lógicamente, la palabra “dinámica” debería dar algo de juego, pero es preocupante que el presidente no haya desvelado ninguna iniciativa que haga posible la apertura, como puede ser el acelerar la vacunación que lleva estancada desde hace meses o la importación o producción de vacunas ARNm en China. El hecho de que Shanghai acabe de anunciar la construcción de un centro de cuarentena con más de 3.000 camas no es un buen presagio para los que cuentan con que China empiece a convivir con el virus.
Más allá de la política del COVID-cero, el concepto más importante que Xi Jinping recalcaba en su informe es la modernización de China. Modernizar China no es una idea nueva. De hecho, fue un objetivo expresado en informes similares por Mao ZeDong y Deng Xiaoping pero siempre en momentos complicados de la historia de China. En el caso del presidente Xi, el concepto de modernización tiene una lectura económica: ascender en la escala tecnológica hasta llegar a la autosuficiencia. Esto significa que China continuará utilizando la política industrial para apoyar sectores clave, aunque, por cierto, ninguna mención se haya hecho a la misma en el discurso de Xi. Dicha política industrial no se va a contentar con ofrecer subsidios a empresas locales, sino que seguirá apoyándose en la adquisición de tecnología en el exterior. Esto debería ser un importante aviso a navegantes para Europa, puesto que sigue siendo el lugar donde la tecnología es más fácil de adquirir, respecto a las enormes barreras a la transferencia de tecnología desde EEUU, Japón, Corea del Sur, etc. Las recientes acciones adoptadas por Washington para intensificar los controles de exportación de semiconductores a China son un revulsivo adicional para que el país acelere su transformación tecnológica y elimine los cuellos de botella, siendo los semiconductores avanzados el más evidente de ellos. En otras palabras, la amenaza de contención estadounidense, cada vez más real, se lee como una justificación del tono introspectivo de Xi Jinping sobre la economía china y su ambición por alcanzar una hegemonía tecnológica.
En tercer lugar, el crecimiento económico no ha sido clave en absoluto en el discurso de Xi y cuando se ha mencionado, siempre ha ido acompañado de la palabra “equilibrado”. En particular, Xi Jinping mantiene la ambición de que China llegue a doblar su renta antes de 2035, dentro del plan de modernización conocido como el “sueño de China”. La clave es cómo llegar allí. El crecimiento equilibrado es fundamental, pero la lectura no debe ser el viejo “reequilibrio”, consumo como motor de crecimiento más importante, sino más bien gracias al desarrollo tecnológico. Incluso la búsqueda de la “prosperidad común”, concepto que Xi ha estado empujando en el último año, apenas recibe atención en el discurso del presidente porque China, por mucho que le preocupe la desigualdad en el acceso a los recursos, ha dejado claro que no pretende construir un Estado de bienestar del tipo del que tiene Europa para hacer operativa la prosperidad común. Su objetivo, según palabras de Xi, es aumentar el papel del Estado/Partido para “regular” la acumulación de riqueza. Esto debería ser una señal de advertencia para las clases pudientes en China y para el sector privado. En este sentido, el equilibrio entre la economía de mercado y la impulsada por el Estado se inclina cada vez más hacia esta última, ya que la expresión “economía de mercado” también está menos presente en el discurso, mientras que el papel de la innovación impulsada por el Estado se destaca de manera prominente.
En general, el informe del presidente Xi que dio inicio al Congreso del PCCh no es solo una continuación de las políticas económicas ya en marcha en el país, sino que redobla los esfuerzos por alcanzar la hegemonía tecnológica que permita la autosuficiencia y garantice la seguridad nacional. Este mismo mensaje ha quedado más que claro en el discurso de clausura y en la elección de los miembros de la Junta Permanente del Politburó.
Un corolario importante de este discurso es si estos objetivos tan ambiciosos son factibles con los instrumentos con los que cuenta China. El rápido debilitamiento del yuan a medida que se acercaba el Congreso y la cautelosa reacción del mercado al discurso del presidente Xi son señales de los costes potenciales asociados a una China más introspectiva. Los mercados también esperaban una señal de que la política del COVID-cero se levantaría, aunque fuera gradualmente, pero no se ha producido, lo que echa más leña al fuego sobre el giro introspectivo que ha dado el país.
En ese contexto, la gran pregunta que nos debemos hacer los europeos es qué consecuencias puede tener una China más autoritaria, con ambiciones de hegemonía global y, a la vez, más cerrada a Occidente. La respuesta parece clara: nada muy bueno, al menos no por el momento. Por acabar con un punto positivo, no podemos olvidar que la historia de China está llena de vaivenes y que las ideologías se transforman cuando la realidad económica lo requiere. Esa fue la experiencia de un líder tan carismático como Mao Zedong. Difícilmente será otra para Xi Jinping.
Tribunas Elcano
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Imagen: Xi Jinping y Mao Zedong sobre la bandera de China. Créditos de las fotos: China News Service (Wikimedia Commons / CC BY 3.0), Mao Zedong en 1959 (Wikimedia Commons / Dominio Público) y Mehaniq41.