Solo quienes quisieron auto-anestesiarse con la idea de que una cosa era ser candidato y otra, muy distinta, ocupar la Casa Blanca pueden ahora sorprenderse con el despliegue entre circense y altamente desestabilizador de Donald Trump. En apenas unos quince días de presidencia ha logrado soliviantar a varios países y mostrar su desprecio tanto de los derechos humanos como del derecho internacional, sin olvidar de paso a periodistas y jueces. Y lo ha hecho abusando sin reparos del recurso a las órdenes ejecutivas, lo que añade descrédito al sistema parlamentario (a pesar de contar con mayoría en ambas cámaras) y al imprescindible equilibrio de poderes.
Visto desde la perspectiva de la seguridad y la defensa de los intereses estadounidenses, este circo personalista es claramente contraproducente para el propio Estados Unidos. Lo es en el ámbito interno, aunque solo sea porque alimenta una polarización que ya se ha hecho notar desde la misma ceremonia de su toma de posesión. En su deplorable primer discurso como presidente acuñó el término “nación imparable”, que resultaría de la unidad de todos alrededor de los mismos valores, principios e intereses. A la vista de la respuesta ciudadana a su nombramiento y a sus primeras decisiones parece claro que su figura –más empresarial y mediática que de hombre de Estado– y su tosca actuación –enfrentado ya desde su arranque con medios de comunicación y jueces– más bien está reforzando una inquietante fragmentación social. Y de ahí tan solo puede derivarse una acusada debilidad nacional, negativa tanto para superar sus propios problemas como para contribuir positivamente a un orden internacional más justo, seguro y sostenible.
Buena muestra de ello es el efecto inmediato de la controvertida (y chapucera) orden ejecutiva del pasado 27 de enero, por la que quedaba prohibida la entrada en territorio estadounidense durante los próximos 120 días para refugiados (e indefinidamente para los sirios), así como para inmigrantes o simples viajeros con pasaporte de Irak, Irán, Libia, Siria, Somalia, Sudán y Yemen, durante los próximos 90 días (plazos que, obviamente, siempre está en su mano ampliar posteriormente). La medida supone un frontal desprecio al Derecho Internacional Humanitario y al Estatuto de Refugiados de 1951, pilares centrales de un sistema que también obliga a Estados Unidos.
Pero yendo más allá –sin perder de vista que Estados Unidos es, por definición, una tierra de inmigrantes, como lo demuestra el propio perfil del actual inquilino de la Casa Blanca–, la orden es también absolutamente desacertada en el ámbito externo, al hacer más difícil la colaboración de actores exteriores para neutralizar la amenaza terrorista contra Estados Unidos. Por un lado, y sin olvidar que los casi 3 millones de musulmanes que allí viven de modo permanente no se sentirán ahora más animados a colaborar con las autoridades para dar información que pueda servir para evitar ese tipo de ataques, es previsible que los países señalados directamente decidan tomar represalias. Eso es lo que cabe esperar de Irán –con el añadido de que la medida complica la pretensión de Hasán Rohani parar renovar su mandato presidencial frente a unos oponentes mucho más radicales en su visión de Washington. Lo mismo cabe decir de Irak, aunque no es previsible que Haidar al-Abadi se atreva a ratificar la decisión adoptada de inmediato por el parlamento, dada la dependencia militar que Bagdad tiene en la actualidad tanto de los soldados como de los contratistas privados de nacionalidad estadounidense que colaboran directamente en el esfuerzo para mantenerlo en el poder y tratar de eliminar la amenaza que representa Daesh, con Mosul como foco principal de atención.
Por último, esa medida desmotivará aún más a quienes en muchos de esos países ponen su vida en peligro, informando a las autoridades estadounidenses de aquello que pueda interesarles en clave de seguridad o colaborando activamente (sean intérpretes o logístas locales) con las tropas estadounidenses o los servicios de inteligencia. Visto lo ocurrido, ya no tienen la garantía de que su servicio se vea compensado posteriormente con un visado para entrar en suelo estadounidense. Por el contrario, sirve perfectamente a la estrategia del yihadismo global, interesado en hacer aún más visible el desprecio occidental a los musulmanes. La decisión de Trump puede terminar beneficiando a al-Qaeda, Daesh y tantos otros, tanto por el previsible auge del sentimiento antioccidental en buena parte de las sociedades islámicas, como por la también previsible oleada de nuevos yihadistas que se sumarán a sus huestes.
Quienes se hayan entristecido por el cierre del legendario circo Ringling, pueden ahora intentar reconfortarse de inmediato. Acaba de abrir sus puertas otro espectáculo circense que nos va a mantener tanto o más entretenidos. Lo malo es que probablemente los sustos y preocupaciones que provoquen los numeritos de su director de pista van a superar con mucho a las alegrías.