EEUU y Europa se están empezando a dar cuenta de que la historia de las relaciones internacionales no para, y los cambios estructurales en la economía mundial, aunque lentos, no cesan. Desde que a finales de los años 70, al igual que España, se abrió al mundo, China ha pasado de ser una economía pobre y marginada a ser la primera economía mundial en paridad de poder de compra y la segunda en números absolutos. Desde entonces su huella en el sistema internacional no ha parado de aumentar.
Primero ha conseguido algo que muchos vaticinaban como imposible: alimentar, vestir y dar techo a más de 1.300 millones de habitantes (o lo que es lo mismo: ha sacado de la pobreza a 600 millones de personas, una cifra que el Banco Mundial nunca hubiese logrado). Después se ha convertido en la fábrica del mundo, y gracias a ello ha acumulado 3.8 billones de dólares en divisas (es decir, lo mismo que el PIB de Alemania, la cuarta economía mundial). Con este dinero ha empezado a invertir bilateralmente en los cinco continentes. Desde Asia, hasta América Latina, pasando por Europa.
Más recientemente, bajo el liderazgo del nuevo presidente, Xi Jinping, China ha entrado en una nueva fase en su anhelo de volver a ser una superpotencia mundial. Ha empezado a establecer bancos multilaterales como el Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS, con sede en Shanghái, y también ha propuesto la creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB, por sus siglas en inglés) que en las últimas semanas ha generado muchos titulares ya que pese a los recelos de EEUU, las potencias europeas, primero el Reino Unido, después Alemania, Francia e Italia (de manera coordinada), y casi a última hora España y Polonia, han declarado que quieren ser miembros fundadores del mismo.
La creación de estos bancos multilaterales es un paso muy importante para China. Por primera vez abandona su papel pasivo en la gobernanza de la economía mundial y toma la iniciativa. Las causas de este cambio de actitud son múltiples, pero quizá la más importante es que China está harta de recibir lecciones de las potencias occidentales. Los mandatarios chinos están convencidos de que su modelo de desarrollo tiene cierto mérito, y que algunos aspectos (sobre todo mejorar las infraestructuras) se pueden aplicar en otras partes.
Lógicamente, también hay un componente geoestratégico y geopolítico en la creación del AIIB. El orden geográfico de prioridades está muy bien definido en Pekín. Lo primero es desarrollar el oeste del país (que todavía es muy pobre), y para ello es importante mejorar la interconectividad con Asia Central y con el Índico. Lo segundo es “acercar” todavía más económica y políticamente (vía mar, aire, y tierra y ciberespacio) los países del ASEAN a China. En tercer lugar, Pekín quiere reducir riesgos geopolíticos, y por lo tanto está interesada en diversificar sus rutas comerciales terrestres y marítimas con la UE (su principal socio económico). Finalmente, China quiere entrenarse en el multilateralismo. Sabe que el orden liberal actual le beneficia y que EEUU está en retirada. Si quiere mantener un sistema comercial abierto tiene que empezar a tomar un papel más activo en su expansión y gobernanza. La idea de la Nueva Ruta de la Seda, el mega proyecto de Xi Jinping para los próximos 10 años, encaja perfectamente con esta visión global.
Desde el punto de vista europeo es importante comprender cómo China afronta el arte de la estrategia. En su libro sobre China, Henry Kissinger destaca que los líderes chinos no piensan como los occidentales, y eso se ve reflejado en el juego estratégico más común en las dos culturas. Mientras que a los occidentales nos gusta jugar al ajedrez, donde el objetivo es eliminar al rey lo antes posible, los chinos disfrutan mucho más del wei qi, en el que el objetivo no es matar al rival de una manera frontal, sino más bien rodearlo hasta que ya no tenga escapatoria. Los líderes chinos han aplicado esta estrategia a nivel doméstico. En muchas ocasiones han introducido cambios y reformas sin eliminar las instituciones anteriores (las zonas especiales de libre comercio son un buen ejemplo).
Lo mismo está pasando con la reforma del sistema financiero y monetario internacional. Al ver que EEUU y Europa no quieren reformar las instituciones de Bretton Woods, China está construyendo un entramado financiero bilateral y multilateral paralelo sin cuestionar el orden establecido frontalmente. Londres se ha dado cuenta de esto y se ha dicho: “Ya que nos van a rodear, quizá sea mejor subirnos al carro y formar parte de esta estrategia, desde dentro”. Berlín, París y Roma (y después Madrid y Varsovia) no han tardado en subirse al carruaje. Esto se ha interpretado desde Washington como un acto de deslealtad. No debería. EEUU no va a ganar nada con oponerse frontalmente al ascenso de China.
Los europeos no deberían entrar en el juego de confrontación y contención que propone Washington. Asia, la región más dinámica, necesita mucha inversión en infraestructuras y China tiene el dinero. Si lo quiere invertir, nadie debería impedírselo. Lo importante es colaborar con Pekín para que ese dinero no sólo beneficie a China sino también a otros países, sobre todo a los receptores de la inversión. Es por eso que las potencias europeas, incluida España, han hecho bien en sumarse a la iniciativa del AIIB. Europa tiene que trabajar con, no contra, China.