El Banco Central Europeo (BCE) anunció el 6 de septiembre un nuevo programa de compra de deuda pública en el mercado secundario para los países de la zona euro. Tiene como objetivo terminar con la inestabilidad financiera en los países del sur (especialmente España e Italia) y asegurar la irreversibilidad de la moneda única. Este programa, denominado Outright Monetary Transactions (OMT), es radicalmente distinto al anterior (Securities Market Program) y tiene muchas más posibilidades se funcionar, aunque también plantea algunas dudas.
Su principal novedad es que impone una fuerte condicionalidad a los países afectados, ya que las compras del BCE solo se activarán si el país ha solicitado previamente un préstamo (en la modalidad de ayuda precautoria mediante compras de deuda en el mercado primario), a los fondos de rescate, el EFSF o su sucesor, cuando entre en vigor, el ESM. Dicho préstamo da lugar a un “contrato”, el MoU (Memorandum of Understanding), donde el país que solicita la ayuda se obliga a llevar adelante recortes de gasto y reformas estructurales y a ser supervisado estrictamente por la Troika (FMI, BCE y Comisión Europea). El BCE ha afirmado que si se produce un incumplimiento del MoU por parte de un país dejará automáticamente de comprar su deuda, lo que volvería a elevar las primas de riesgo hasta los actuales niveles, que son insostenibles.
Además, el BCE ha dejado claro que las compras serán ilimitadas, aunque también ha subrayado que el objetivo no es reducir a cero las primas de riesgo en la zona euro ni poner un techo cuantificable en las mismas. Pretende eliminar el sobreprecio que los países tiene que pagar por sus emisiones, que corresponde al pánico y la especulación en la que actualmente estamos inmersos, para que la prima sólo refleje los diferenciales de riesgo objetivos que hay entre Alemania y los demás países de la zona euro, que son positivos en la medida en la que Alemania tiene mejores perspectivas de crecimiento. Asimismo, las compras se realizarán en títulos de corto y medio plazo (hasta tres años), no tendrán estatus de acreedor preferente en caso de reestructuraciones de deuda (algo que no es completamente creíble) y serán esterilizadas para evitar que sean inflacionarias, aunque esta última decisión no ha servido para calmar el nerviosismo del Banco Central Alemán, cuyo presidente ha sido el único que se ha pronunciado en contra del programa. Finalmente, el BCE ha relajado aún más las condiciones del colateral que acepta para sus operaciones de refinanciación, con lo que aceptará títulos independientemente de su calificación crediticia.
Con este movimiento el BCE pasa a convertirse en un actor político de primer orden en el rompecabezas de la crisis del euro. Acepta ser el prestamista de última instancia de los países, algo que se le venía reclamando desde hace tiempo ya que era el único que podía sacar a los países del sur del “mal equilibrio” de expectativas autocumplidas en el que estaban atrapados, pero a cambio de imponerles condiciones van mucho más allá de su cometido como autoridad monetaria. De hecho, con este movimiento el BCE ha redefinido unilateralmente el papel que le otorgan los tratados y ha entrado directamente en el juego político sin estar, a priori, legitimado para ello. Si su programa tiene éxito y las primas de riesgo se estabilizan, dando tiempo para que las reformas surtan efecto y el crecimiento regrese al sur de Europa, esta falta de legitimidad podrá ser pasada por alto. Pero si no es así, no hará más que ahondar el déficit democrático de la zona euro, que tiene que ser abordado si se pretende avanzar hacia la unión fiscal, bancaria y política.
Con este movimiento hemos aprendido que, ante esta crisis, mucho de lo que dicen los manuales de funcionamiento de la UE sobre el reparte de poder en la Unión está cambiando. El BCE debe ser recolocado en lo más alto de la estructura de poder de la zona euro, (siendo además la única institución supranacional con amplios poderes efectivos), al lado de un Consejo donde el poder de Alemania es desproporcionado y que relega a la Comisión a un segundo plano y al Parlamento incluso a un tercero. Es evidente que esta estructura de reparto de poder no es viable a largo plazo. Pero por el momento es la única que puede salvar el euro.