Como en los ya clásicos cómics de Astérix, crece la resistencia en Europa al imperio del libre comercio que ha venido promoviendo la UE en las últimas décadas. La última “aldea gala” que se ha levantado en armas, y que ha acaparado la atención mundial, ha sido la región belga de Valonia, cuyo Parlamento se ha resistido hasta el final a la firma del CETA –el tratado de libre comercio e inversiones de la UE con Canadá–, retrasando la misma cuatro días, del 27 al 30 de octubre. Toda una humillación para el primer ministro canadiense, Justin Trudeau.
Este rechazo a una mayor globalización se une a movimientos de resistencia similares tanto en Europa como en América, siendo el más significativo el de la “aldea inglesa” que, con el Brexit, ha proclamado su intención de independizarse de la UE y así poder levantar barreras a la entrada de trabajadores extranjeros.
“El eje electoral tradicional de izquierda-derecha está siendo sustituido por los nativistas sedentarios frente a los cosmopolitas globalizadores”
Al igual que en el Imperio Romano, las elites empiezan a estar frustradas con estas revueltas populares. No entienden por qué la población se opone a la expansión del comercio y la inversión, cuando son fuentes de modernidad, progreso y bienestar. No les falta razón. El europeo medio de hoy está anclado en el siglo pasado. Se aferra a poder tener un trabajo de por vida (algo difícil en una era de cambios tecnológicos constantes) y una jubilación antes de los 65 años (algo insostenible con una esperanza de vida de 80 años) y ve con pavor la llegada de la automatización y la competencia de china y las otras potencias emergentes.
Después de las dos sacudidas provocadas por la crisis financiera mundial y la del euro, el tejido social europeo ha cambiado. El eje electoral tradicional de izquierda-derecha está siendo sustituido por los nativistas sedentarios frente a los cosmopolitas globalizadores, y cada vez hay más de los primeros y menos de los segundos, y eso en una democracia cuenta. Al igual que la aldea gala de Astérix, el Viejo Continente está dominado por conservadores, es decir, por aquellos que quieren conservar lo que tienen, tanto en la izquierda como en la derecha.
Muchos en Europa, sobre todo en el medio rural y en los viejos cinturones industriales, temen perder su identidad y estatus, y se resisten al cambio. No es una coincidencia que la aldea de Valonia se haya resistido al CETA. Escenifica el declive de la industria pesada. Durante la Revolución Industrial y hasta bien entrado el siglo XX era una región rica por las minas y la siderurgia, pero ahora le va peor que a la aldea flamenca de al lado que, gracias al puerto de Amberes y a un sistema educativo más ajustado a los nuevos tiempos, ha sabido aprovechar mucho mejor la ola de la globalización. Flandes tiene la mitad de desempleo que Valonia.
“En la era del Facebook y Twitter no se puede estar negociando siete años a puerta cerrada”
Frente a esta realidad, ¿qué deben hacer las elites? Igual que los romanos, ¿pasar por encima de la resistencia y avanzar hacia delante? Después de firmar el CETA, ¿continuar la misma senda y firmar el TTIP en un par de años? Eso sería un grave error. Sólo crearía más aldeas galas. El líder de Valonia, Paul Magnette, tiene razón cuando dice que las negociaciones del CETA (y las del TTIP) han sido demasiado secretas para el siglo XXI. En la era del Facebook y Twitter no se puede estar negociando siete años a puerta cerrada. Los funcionarios públicos se tienen que dar cuenta de ello. Las ONG, por otra parte, también están en lo cierto cuando alegan que el poder de influencia de las multinacionales es mucho mayor que el de la sociedad civil. Las agendas de los comisarios de la UE así lo demuestran.
Lo cierto es que el CETA es el primer tratado de comercio que va mucho más allá de la simple reducción de aranceles. Al incluir una mayor liberalización del sector servicios penetra mucho más en la soberanía nacional. El Tribunal Constitucional alemán, bastión de la defensa de la democracia, ya ha alertado de ello al establecer tres condiciones para su ratificación.
La primera es que las partes que están fuera de la competencia de la UE –como son, por ejemplo, la protección de los inversores, la inversión de cartera, el sector de mensajería y paquetería, el reconocimiento mutuo de profesionales y la protección del trabajador– no se deberían activar hasta que sean ratificadas por los Estados miembros de la Unión.
La segunda es que Alemania (y los otros Estados miembros de la UE) deberían de tener poder de veto frente a cualquier nueva decisión tomada por el Comité Conjunto del CETA que, en principio y bajo la propuesta actual, puede cambiar la regulación durante la vida del tratado. Finalmente, la tercera condición es que Alemania se reserva el derecho de cancelar su adhesión al CETA si finalmente el Tribunal Constitucional alemán considerase en un futuro que la misma coarta la soberanía nacional. Cuidado con el Astérix teutón.
Vemos, por lo tanto, que la ratificación del CETA no va a ser nada fácil, tanto en el Parlamento Europeo como en los Estados miembros de la Unión. Los Verdes, muy influyentes en Alemania y Austria (y no precisamente radicales de izquierdas) ya han dicho que van a votar en contra del tratado en su versión actual. Ellos son también conservadores, pero quizá por una razón mucho más justificable: la preservación del planeta. Sus reservas medioambientales y sociales son en muchos casos legítimas. ¿Realmente tiene sentido que una escuela canadiense le conceda un contrato público a una empresa francesa y que ésta importe su comida del otro lado del charco?
“En el futuro habrá que incorporar mucho más a los actores sociales en las negociaciones de los tratados internacionales”
En el futuro, sobre todo en el TTIP, habrá que incorporar mucho más a los actores sociales en las negociaciones de los tratados internacionales. Está claro que las multinacionales son las que tienen el conocimiento técnico para decidir qué estándares y normas son los más adecuados en muchos sectores, pero las ONG se han profesionalizado mucho en los últimos años y la inclusión de sus expertos es determinante para legitimar el proceso. La negociación, además, tiene que estar permanentemente fiscalizada por el poder legislativo. Tratados como el CETA no pueden negociarse en la opacidad y después presentarlos como un hecho consumado que tiene que aprobarse sí o sí porque, si no, se pierden siete años de trabajo. Eso suena a chantaje.
En definitiva, para que el proceso sea más ágil, el Parlamento Europeo debería ser el garante democrático del proceso de negociación. En el CETA ya ha introducido cambios muy positivos para conseguir un arbitraje más de derecho público en la protección de las inversiones, por ejemplo. Pero darle más poder al Parlamento Europeo obligaría a una elección directa del presidente de la Comisión, el órgano ejecutivo que negocia los tratados, y eso significaría construir una Europa federal. Un ideal que todavía está muy lejano.
La pregunta es qué hacer hasta entonces. Si en los próximos años la UE no puede implementar el CETA con Canadá, el país que más se parece a Europa, porque tiene (y debe) ser ratificado por 40 parlamentos ya que la soberanía es mixta, entonces perderá toda credibilidad como actor global. Eso sería grave porque aunque la mayoría de los europeos quieren pertrecharse en sus pequeñas aldeas, la globalización (sobre todo la tecnológica) no va a dejar de llamar a sus puertas. La UE tiene que repensar el formato de negociación del TTIP (quizá la solución sea aprobarlo por paquetes más pequeños), pero el CETA debería ratificarse pronto. Pese a su conservadurismo, Astérix al final disfrutó de la globalización romana y llegó a Alejandría. Esperemos que la Vieja Europa también reconozca que abrirse al mundo es su mejor opción.