Enfrascados en la observación y gestión de una agenda internacional que solo parece atender a lo inmediato- sea una catástrofe como la provocada por el tifón Haiyan, el conflicto sirio o el programa nuclear iraní- cuesta mucho atender a otras dinámicas menos visibles a primera vista, pero con fuerza suficiente para convertirse en breve en factores llamados a configurar un escenario planetario esencialmente distinto. Entre estos destaca la importancia creciente que comienza a suponer el efecto del cambio climático en las inmensidades del Ártico (en septiembre de 2012 su superficie era casi un 49% menor que el promedio del periodo 1979-2000, llegando a los 3,6 millones de kilómetros cuadrados).
Hasta hace muy poco identificado como un lejano e inhóspito rincón del planeta frecuentado únicamente por científicos y aventureros extremos, hoy el acelerado deshielo que experimenta pone de manifiesto las apetencias de cada vez más países por sacar tajada de sus inmensas riquezas en minerales y materias primas energéticas, así como por rentabilizar comercialmente las rutas marítimas que comienzan a abrirse en esas latitudes. El aldabonazo de la carrera que está ya en marcha se hizo visible con la reunión ministerial del Consejo Ártico, celebrada en Kiruna (Suecia) el pasado día 15 de mayo.
El Consejo Ártico arrancó en 1996 como un instrumento consultivo para fomentar la cooperación científica y medioambiental. Sus fundadores- los 8 países con territorio en el Círculo Polar Ártico: Estados Unidos, Canadá, Islandia, Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia y Rusia– han ido tomando posiciones de ventaja de cara al futuro, por encima de los seis que han sido admitidos en Kiruna como observadores (China, India, Italia, Japón, Corea del Sur y Singapur) y de cualquier otro que pretenda estar presente más adelante.
Para hacernos una mínima idea de lo que está en juego, basta con señalar que la ruta marítima Rotterdam/Shanghái es un 20% más corta si se opta por la ruta ártica (frente a las costas rusas) en lugar de hacerlo por el Mediterráneo y el Índico. Si hace apenas cinco años no había ningún buque haciendo esta ruta, en 2013 ya 495 han recibido el permiso pertinente (en 2012 fueron apenas 46). Al mismo tiempo, y aunque las estimaciones parecen todavía escasamente fundadas, son continuas las referencias a las enormes riquezas que alberga el subsuelo marino en petróleo y gas, amén de minerales diversos.
Como no podía ser de otro modo, también se están incentivando los cálculos militares en la zona, alimentando una competencia que cabe suponer que experimentará un auge generalizado. Rusia es quien parece más activo en este terreno, como acaba de demostrar con la realización de sus primeros ejercicios con unidades de operaciones especiales a principios de octubre, seguidas de unas maniobras a mayor escala que han implicado a fuerzas aerotransportadas y a aviación militar de transporte. Moscú anuncia que para 2020 tendrá ya en la región una fuerza combinada (con tropas regulares, guardacostas y guardia de fronteras). Además de contar ya con su mayor flota naval orientada en esa dirección (con su cuartel general en Severomorsk), tiene la intención de desplegar adicionalmente dos brigadas de infantería y probablemente interceptores Mig-31 en la base ártica de Rogachevo. Putin, el pasado mes de septiembre, ya había anunciado que se reiniciarán las patrullas navales en la zona costera (tal como ocurría durante la Guerra Fría).
En paralelo a esos movimientos, y únicamente a modo de ejemplos puntuales, cabe añadir que Noruega ha desplegado ya un batallón ártico, Canadá ya cuenta con cazas y patrulleras navales moviéndose por la región, al tiempo que aumenta sus efectivos Ranger especialmente equipados para actuar en ese difícil contexto climático y que Estados Unidos tiene asimismo cazas de la Guardia Nacional desplegados en la isla de Kodiak (aunque todavía no cuenta con ninguna unidad desplegada permanentemente en esas costas). Y estamos tan solo en el principio.