Todavía a la espera de la confirmación final de resultados y con la idea clara de que el Parlamento Europeo (PE), a pesar de su creciente poder, no es el actor principal del entramado institucional de la Unión Europea (UE), es inevitable sentir que las elecciones europeas celebradas en los todavía Veintiocho dejan un regusto agridulce. Es cierto que podían haber sido nefastas, si se hubieran cumplido los pésimos augurios sobre el ascenso del antieuropeísmo; pero tampoco puede decirse que hayan despejado definitivamente las dudas existenciales sobre el futuro del club de mayor nivel de bienestar y seguridad del planeta.
En síntesis, cabría establecer que:
- Se ha invertido una sostenida tendencia a la baja que se remonta a las primeras elecciones europeas, celebradas en 1979, con una participación del 61,99%. Desde entonces se había registrado una continua caída, pasando por debajo del 50% en las de 1999, para llegar a su punto más bajo en las de 2014, cuando tan solo se llegó a movilizar a un 42,54% del electorado. Esta vez, sin embargo, algo más de la mitad de los 427 millones de potenciales votantes se acercaron a las urnas en el ejercicio electoral transnacional más relevante del planeta.
- El tan temido fantasma de la ultraderecha populista no ha llegado al nivel pronosticado por muchos. Los resultados de quienes, con el informal liderazgo de Matteo Salvini, conforman lo que coloquialmente se conoce ya como “La Europa de las naciones soberanas” queda lejos del 33% de los 751 escaños en disputa, lo que les impide bloquear el proceso europeo al no contar con poder suficiente para evitar que se puedan aprobar por mayoría cualificada muchas de las normas que regulan la vida de los más de 500 millones de habitantes de la Unión.
- Eso no quiere decir que las victorias de la Liga Norte italiana o del Reagrupamiento Nacional francés –acompañados de las obtenidas por las huestes del polaco Ley y Justicia o el húngaro Fidesz, sin olvidar al británico Partido del Brexit y a buena parte de los belgas flamencos– no sean inquietantes. En sus manos están ahora en torno al 25% de los escaños del PE, lo que les permitirá poner muchas piedras en el camino que resta hasta que se complete algún día una verdadera unión que permita contar con una voz única en el concierto internacional, precisamente en un momento en el que se acelera el ritmo de competición entre potencias globales (Estados, China y Rusia), mientras que la Unión pierde peso a ojos vista. Es precisamente ese doble reto (hacer frente al antieuropeísmo y dotarse de una voz propia para defender los intereses y valores europeos) lo que debería servir como principal acicate para vencer la cortoplacista visión nacionalista que está ahogando las potencialidades de una Unión que imperiosamente necesitamos para tener alguna posibilidad de responder exitosamente a los numerosos desafíos y amenazas que nos afectan.
- Por primera vez desde su creación el PE deja de estar en manos de populares y socialistas. Aunque ambos siguen siendo los primeros de la clase la suma de sus escaños no les permite asegurarse la mayoría de la cámara. Tendrán, por lo tanto, que buscar nuevos socios, sobre todo entre los emergentes liberales de ALDE y los distintos tonos del verde (no solo medioambientalista sino también profundamente europeísta). De hecho, podría decirse que ha sido el buen rendimiento de estos dos últimos lo que más y mejor ha frenado a los euroescépticos y antieuropeístas.
- Como bien señala Ignacio Molina, el voto europeísta sigue estando poco europeizado. Hoy por hoy el voto al PE continúa siendo en gran medida un premio o un castigo a fuerzas políticas domésticas, sin que el etéreo «demos» europeo termine por tomar cuerpo. Así se entiende que fuerzas cobijadas bajo la misma adscripción ideológica tengan resultados muy dispares en diferentes países, a la espera de que algún día haya auténticos partidos transnacionales. Y por eso, en ese batiburrillo nacional, cabe tanto que los socialdemócratas alemanes caigan por detrás de los Verdes (lo que hace peligrar su permanencia en la coalición gubernamental) como que su correligionarios españoles, portugueses y holandeses salgan reforzados, mientras los laboristas y conservadores británicos sufren un varapalo monumental a manos del grupo de Nigel Farage, o que Alexis Tsipras tenga que adelantar elecciones en Grecia, tras haber demostrado una capacidad de gestión inaudita en quien fue visto inicialmente como un antisistema y antieuropeísta.
Dicho eso, y a la espera de que hacia finales de año se renueve el marco institucional con el nombramiento de una nueva Comisión Europea y la presidencia del Banco Central Europeo, sigue quedando pendiente todo lo que ya estaba antes de las elecciones. Hacia dentro, eso significa levantar la vista para salir del ombliguismo actual, tratando de reforzar el proyecto europeo con mayor énfasis en mejorar el bienestar y la seguridad de quienes ya somos privilegiados miembros del club. Y hacia fuera, exige una mayor coherencia de políticas, superando tanto el instinto regresivo de consolidar una fortaleza europea cerrada al mundo como la tacañería que impide hasta ahora implicarse decididamente en contribuir al bienestar y seguridad de quienes nos rodean.