El 11 de febrero de 2011, el que fue presidente todopoderoso de Egipto durante tres décadas, Hosni Mubarak, perdió los últimos apoyos que le quedaban para seguir en el poder. Ese día ocurrió lo impensable y Mubarak cayó. Han pasado cinco años desde que el mundo entero vio en directo la descomunal movilización de la Plaza Tahrir en El Cairo. A día de hoy, quienes entonces pedían “pan, libertad, justicia social” no tienen nada que celebrar.
Egipto lleva un lustro dando vueltas en una transición política errática. En tan sólo cinco años, los egipcios han tenido ni más ni menos que tres presidentes, tres parlamentos y tres constituciones. Además, fueron llamados a las urnas en nueve ocasiones. Incluso algunos creen que hubo dos revoluciones durante ese periodo (algo más que cuestionable). Seguramente, Egipto ha debido de batir algunos récords mundiales, y no por las buenas razones.
El breve experimento democrático que aupó a los Hermanos Musulmanes al poder en junio de 2012 tuvo una vida corta y terminó tan sólo un año después con una gran movilización contra el presidente Mohamed Morsi y su sectaria Hermandad. Éstos fueron apartados del poder, según unos por un golpe militar y según otros por una nueva revolución popular. El resto es ya conocido: el general golpista Abdelfatah al Sisi fue “elegido” presidente en mayo de 2014 con un deslumbrante 97% de los votos.
Al Sisi se hizo con el poder, sostenido por las Fuerzas Armadas, con la promesa de “enfrentarse a la violencia y al terrorismo” y de realizar los objetivos socioeconómicos de la “revolución”. Dos años y medio después del golpe, su régimen trata de imponer una estabilidad basada en un autoritarismo más represivo y brutal que el que ejerció Mubarak. Toda muestra de crítica o disidencia es aplastada con ferocidad con el fin de asfixiar cualquier espacio político no servil con el régimen. Los abusos graves contra los derechos humanos están a la orden del día y, con frecuencia, distintas instituciones del Estado dan muestras de disfunción e impunidad.
El régimen de Abdelfatah al Sisi ha sido capaz de mantener una apariencia de estabilidad sobre todo debido al enorme respaldo que está recibiendo desde el exterior. Los apoyos diplomáticos y militares han sido muy importantes, pero lo verdaderamente vital ha sido –y sigue siendo– el apoyo económico masivo (cerca de 40.000 millones de dólares en dos años y medio) que le han brindado países como Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y Kuwait.
Sin la enorme ayuda económica concedida a Egipto por petromonarquías árabes del Golfo a cambio de intereses políticos, la economía egipcia se habría hundido, y con ella la paz social. La fuerte caída del precio del petróleo está cambiando algunos cálculos en Oriente Medio. Si se mantienen los precios bajos, será cada vez más complicado que los patrocinadores del régimen egipcio mantengan su generoso apoyo debido a sus propias necesidades domésticas. De ocurrir eso, sumado a la caída de ingresos del turismo y de las inversiones extranjeras, se podrían acentuar –y mucho– las causas ya existentes que provocan descontento social.
El régimen que encabeza Al Sisi puede seguir ahí durante tiempo, lo que no implica que el actual presidente lo haga, a pesar de que hoy aparezca como hombre fuerte y muchos egipcios aún lo vean como salvador de la patria. La longevidad del régimen no depende de la permanencia de su actual cabeza visible. Si algo debería enseñar lo ocurrido desde 2011, es que en Egipto se suceden los espejismos de las formas menos esperadas y más abruptas.
Hace dos años se esbozaron aquí tres posibles futuros de Egipto: el bueno, el malo y el feo. Se planteó que “tres factores interconectados determinarán su transición: la economía, la seguridad y la capacidad de integración política y social”. Durante el tiempo transcurrido, el país se ha sumido en una espiral ascendente de represión y violencia, se intenta eliminar al adversario político como sea, se ha producido una profunda fractura social y se han acentuado las penurias socioeconómicas que provocaron la revuelta de 2011. Por desgracia, se están cumpliendo algunos de los peores pronósticos.
El 11 de febrero de 2016 no es una fecha para celebrar en Egipto. Todo lo contrario, es una efeméride para observar con inquietud hacia dónde se dirige ese país si no hay un cambio de rumbo rápido y bien gestionado.