Todo indica que hoy mismo, en el marco de la reunión entre Joe Biden y el primer ministro iraquí, Mustafa al Kadhimi, se anunciará el acuerdo para que las tropas de combate estadounidenses abandonen ese país antes de final de año. Si a eso se une el bajo perfil adoptado desde hace años en conflictos como los de Libia y Siria, el anuncio realizado por el propio Biden el pasado 14 de abril, confirmando la retirada de Afganistán, y la falta de enmienda a los desatinos de su antecesor en el Sahara Occidental y en Palestina, cabría concluir que Estados Unidos está decididamente en rumbo de salida de la región. Y, sin embargo, hay suficientes factores que explican que ese sería un juicio equivocado.
Es cada vez más obvio que China está dispuesta a desafiar la hegemonía estadounidense a escala planetaria. La firme voluntad de mantener ese liderazgo y la limitación de fuerzas, incluso para un gigante como EEUU, determinan (ya desde que Hillary Clinton estableciera en 2009 el “pivote” hacia Asia-Pacífico) una reconfiguración de la agenda exterior y de su despliegue militar para frenar lo que Washington interpreta como un expansionismo chino sin freno. Es cierto que se ha reducido la presencia militar estadounidense en varias zonas del planeta, incluyendo la Europa integrada en la Alianza Atlántica, y que, como se ha visto en su primera gira al exterior, Biden se afana en buscar apoyos tanto en el G-7 como en la OTAN y en la Unión Europea para enfrentarse a ese desafío. Un esfuerzo al que hay que sumar la inminente convocatoria de una “alianza de democracias” de muy incierto futuro.
Pero, desde una perspectiva geopolítica, cabe considerar que una retirada estadounidense del Magreb, Oriente Próximo y Oriente Medio sería absolutamente contraproducente para la defensa de sus propios intereses. Por un lado, supondría crear un vacío que inmediatamente trataría de ser aprovechado precisamente por China (sin olvidar nunca a Rusia), no solo en términos económicos, sino también políticos y militares. Además, como ya inevitablemente ha ocurrido en el caso de Afganistán, esos movimientos de retirada afectarían directamente a su prestigio como gendarme mundial, transmitiendo la idea de que no sabe o no es capaz de mantener un statu quo del cual es el principal beneficiario. En otras palabras, va en el salario del líder asumir esas cargas… salvo que quiera dejar de serlo.
A eso se une el hecho de que, a pesar de todos los planes energéticos que buscan superar el modelo actual basado en los hidrocarburos fósiles, al menos en las dos próximas décadas el mundo seguirá dependiendo fundamentalmente del petróleo y del gas. Y al menos las dos terceras partes de las reservas mundiales de esos productos están almacenadas en el subsuelo de esa región. En esencia, tener el control de esos territorios, costas y aguas, aunque Estados Unidos ya no necesite los hidrocarburos allí localizados tras haberse convertido en el primer productor mundial, es un activo geoestratégico de primera magnitud ante el resto de países que siguen necesitando aprovisionarse de ellos. Y para mantener esa posición necesita seguir patrullando esas tierras y esos mares.
No es menor la importancia que tiene ese conjunto de países como importadores de equipo, material y armamento estadounidense. Arabia Saudí y Egipto destacan claramente por encima de los demás, pero muy pocos son los países de la región que no cuentan con acuerdos de cooperación en materia de defensa con EEUU, y con sistemas fabricados por sus empresas. Y en el marco de una competencia cada vez más agresiva, que le lleva a venderles los sistemas más sofisticados por temor a que haya otros vendedores que se adelanten, aunque ese comportamiento incremente el riesgo de provocar choques vecinales, Washington no está dispuesto a quedarse atrás.
Por otra parte, el terrorismo yihadista sigue activo en la zona. Grupos asociados con al-Qaeda y Dáesh continúan golpeando no solo contra objetivos locales sino también contra intereses estadounidenses en la región, mientras siguen alimentando su ensoñación de castigar a Washington en su propio suelo. Y, aunque no fuera cierto, una retirada completa sería presentada por esos grupos como una victoria militar frente al más poderoso ejército del mundo, convirtiéndolo en un extraordinario banderín de enganche para sumar más adeptos. De ahí que Estados Unidos procure compensar el efecto negativo de la salida de Afganistán o Irak con un discurso que pretende convencer a propios y extraños de que los mil soldados (más unos 17.000 contratistas privados) que dejará en el primero, junto a los 900 con los que cuenta en Siria y el número todavía por definir que sigan en Irak como asesores e instructores, serán suficientes para mantener el pulso con unos grupos que, en última instancia, sueñan con derribar a los gobiernos locales.
En definitiva, con el añadido de un considerable número de bases navales y aéreas, centros de mando, medios de inteligencia y unidades de operaciones especiales desplegadas en diferentes escenarios, Estados Unidos no se va a desentender de sus intereses en el mundo árabo-musulmán. Más bien tratará de lograr, como ya hace en otras zonas, un mayor esfuerzo por parte de sus aliados locales para preservar un statu quo que les resulta conveniente tanto a unos como a otros, evitando que potencias rivales aprovechen la situación a la que le lleva su necesidad de reacomodar sus peones para concentrar su esfuerzo principal en la contención de China y Rusia. Otra cosa es que eso vaya a convencer a sus aliados, a sus rivales y a sus enemigos.