El asesinato del poderoso general Qasem Soleimani a manos de Washington supone un salto cualitativo en el enfrentamiento que, ya desde 1979, mantienen Washington y Teherán. Desde entonces, el primero busca doblegar a un régimen que no solo eliminó a uno de sus más fieles aliados en la región (el sah Reza Palevi), sino que planteó un desafío al statu quo vigente con la pretensión de expandir su modelo y ser reconocido como líder regional. El segundo, convertido en un paria internacional, no solo ha logrado resistir el castigo aplicado a través de sanciones cada vez más duras, sino que –buscando la supervivencia del régimen– también ha podido desarrollar un controvertido programa nuclear y consolidar una amplia red de aliados regionales (desde Hezbolá, en Líbano, hasta los huzíes yemeníes, sin olvidar al régimen sirio y a numerosas milicias en Palestina, Siria e Irak) con los que complicar cualquier cálculo a sus enemigos.
Los fracasos acumulados por Washington en la región y la convicción de que militarmente Irán es una pieza demasiado indigesta ha llevado a Donald Trump (con el notorio apoyo de Tel Aviv y Riad) a reformular su estrategia de “máxima presión”, apostando directamente por el ahogo económico. Una estrategia que también incluye violar el acuerdo nuclear logrado en junio de 2015, apoyar a minorías árabes y baluchis dentro de Irán, presionar a otros socios y clientes iraníes para que le cierren sus puertas y, por supuesto, ciberataques y acciones violentas. Una violencia ejercida asimismo por Irán –tanto a través de la fuerza de elite de los pasdarán, Al Qods (comandada por Soleimani), como de las numerosas milicias aliadas desplegadas en la región–, aunque procurando no provocar una respuesta en masa dada su obvia inferioridad convencional frente a la maquinaria militar estadounidense. Un bajo perfil –adoptado para intentar no arruinar las escasas posibilidades de que la Unión Europea siga comerciando con Teherán– que Israel ha sabido aprovechar muy bien, con centenares de ataques aéreos contra intereses iraníes en Líbano, Siria e Irak que han quedado prácticamente sin respuesta.
La aceleración en estas últimas semanas de esa espiral de acción-reacción parece dominada por un bien visible deseo de venganza, que lleva a errores tan trágicos como la muerte de los 176 pasajeros de un avión civil y que olvida reparar en que, por esa vía, ninguno de los principales contendientes podrá alcanzar sus objetivos. No es posible a estas alturas determinar quién lanzó la primera piedra, en una dinámica que lleva a ambos a seguir echando fuego al fuego. Pero, partiendo de la idea de que racionalmente a ninguno de ellos le puede interesar una guerra directa, sí es posible entender que la eliminación de Soleimani y la consiguiente venganza iraní tendrá más costes que beneficios.
A la espera de que el tiempo vaya haciendo visibles todas las implicaciones negativas de la decisión de Trump, eliminando a quien unos consideran un monstruo asesino y otros un héroe nacional y un mártir, dos son las consecuencias más significativas a corto plazo. Por un lado, cabe dar por agotado el acuerdo nuclear de 2015. Irán no solo no encuentra ya ningún estímulo ante la reiterada falta de voluntad de EEUU y otros para cumplir su parte (aliviando las sanciones económicas), sino que buscará como mínimo volver a dotarse de stocks y capacidades para disponer de bazas de negociación en un hipotético nuevo proceso negociador. En esas condiciones algunos de sus vecinos –Arabia Saudí, EAU, Turquía, Egipto…– aumentarán a buen seguro sus esfuerzos para no quedarse atrás en este terreno, aumentando así el riesgo que conlleva la proliferación armamentística en una región tan delicada, al tiempo que se reducen significativamente las capacidades de los inspectores de la AIEA para seguir controlando el programa iraní. Y el panorama aún se puede oscurecer mucho más si finalmente Teherán decide abandonar el TNP.
Por otro lado, la situación de las tropas estadounidenses en Irak –visto por Trump como una mera base de partida para atacar a Irán– se hace insostenible. El pasado 5 de enero el parlamento iraquí aprobó una resolución que exige su salida y, aunque la medida no llegue a hacerse efectiva en su totalidad, es evidente que automáticamente aumenta el riesgo para los 5.000 efectivos estadounidenses allí desplegados (y los de sus aliados, incluyendo a España). Por su parte, a su primer ministro, Adel Abdul Mahdi (abiertamente ninguneado por Trump), se le va a hacer cada vez más difícil resistir la presión de una ciudadanía cada vez más crítica con la injerencia de Washington y, sobre todo, de los líderes (Muqtada al Sader y Hadi al Amiri) de los dos principales bloques parlamentarios, muy sensibles a los dictados de Teherán. En otras palabras, más libertad de acción para Daesh y otros grupos yihadistas, más problemas para el gobierno central iraquí, más inseguridad para las tropas de la coalición liderada por Washington y, sobre todo, más margen de maniobra para Irán en su intento de seguir influyendo en todo lo que pasa en el territorio de su vecino.
Visto así, solo cabe concluir que Trump se ha equivocado al tomar este rumbo, en contra de los propios intereses estadounidenses y de sus aliados occidentales y regionales, por puro afán electoralista. Una opción que no le garantiza la victoria el próximo noviembre y que, mirando hacia Teherán, aumenta las posibilidades de victoria de los representantes más duros del régimen en las elecciones parlamentarias del próximo 21 de febrero. Un régimen que no pierde operatividad por la desaparición de Soleimani y que, por el contrario, cuenta con una enorme experiencia en sobrevivir en condiciones muy agobiantes y no parece dispuesto a volver a ninguna mesa de negociaciones de inmediato. Y todo eso sabiendo, unos y otros, que en algún momento tendrán que volver a la mesa de negociaciones.