Los cristianos decían ‘todo lo mío es tuyo’, los socialistas, ‘todo lo tuyo es mío’ y los liberales, ‘todo lo mío es mío’. La frase se atribuye a Winston Churchill. El acceso a recursos compartidos ha existido desde los albores de las sociedades humanas. Lo distintivo de los humanos es que podemos colaborar con extraños, mediante historias compartidas como creer en el mismo Dios o ser del Real Madrid. Gracias a la revolución digital, el consumo colaborativo ha permitido compartir en una escala y alcance antes desconocidos. En una noche, Airbnb permite alojar a cerca de un millón de personas y tres millones de personas se mueven al mes con Bla Bla car. De ahí que esta nueva forma de organización social y económica, donde se prioriza el acceso a recursos y capacidades infrautilizados sobre la propiedad de los mismos produzca efectos disruptivos. Este potencial impacto en la forma que producimos y consumimos ha alertado a los gobiernos y a los mercados, hasta ahora los únicos y sagrados proveedores de orden social, bienes y servicios.
Son muchas las razones de este despertar sin precedentes de lo colaborativo en el seno del capitalismo de mercado. Entre ellas el acceso al mercado de una nueva generación, los millenials, nativos digitales con peores perspectivas que sus padres en el acceso a bienes y servicios, muchos de ellos inmersos en la nueva clase social del precariado, con trabajos remunerados pero en el umbral de la pobreza. Las redes sociales han permitido también satisfacer ciertas necesidades emocionales que la comunidad local y la familia, diluidas en la globalización ya no satisfacen. Les mueve la pertenencia a una nueva comunidad de extraños que disfrutan de experiencias compartidas y emociones “auténticas”, que huyen del hiper-consumismo y que comparten su preocupación por el medioambiente.
Las plataformas sociales permiten, a través de las opiniones y comentarios de los usuarios-productores, generar “una pretensión de confianza”, esencial para colaborar y de las que se benefician la reputación de las empresas que están detrás, como afirma David Murillo en su excelente capítulo “La economía colaborativa, ¿buena para quién?” del Informe económico y financiero de ESADE. Algunos autores como Tom Slee (What’s Yours Is Mine: Against the Sharing Economy) han tratado de desvelar la contradicción del término “economía colaborativa” que une el concepto de compartir, altruista y sin ánimo de lucro, con el de actividad económica por definición orientada al beneficio. El manifiesto de Rachel Botsman y Roo Rogers (What’s mine is yours. Collaborative consumption is changing the way we live) anuncia la promesa de un economía más sostenible, participativa y justa que la tradicional, sin abordar el problema del impacto en la seguridad laboral o la igualdad de acceso. Steven Hill (Raw Deal. How Uber Economy and Runaway Capitalism are Screwing American Workers) alerta de la amenaza a los derechos laborales de un sistema en el que aquellos con dinero pueden contratar de forma remota a trabajadores con pocos recursos, forzando una subasta cruel para ver quien cobra menos por su trabajo.
El análisis, en cualquier caso, no puede ser entre blanco y negro pues la economía colaborativa se mueve en un gran abanico de grises. Incluye desde iniciativas “grassroots” como dar cobijo a refugiados o cenar en casa de un loco por la gastronomía, hasta unicornios millonarios como Uber con un millón de conductores y valorada en 60 mil millones de dólares. El reto para los gobiernos en adaptar nuestro orden socio-económico es mayúsculo. Tienen que aplicar las viejas regulaciones en papel a modelos de negocio de la economía digital, con la perversión de no poder distinguir al productor del consumidor; considerar el impacto social, laboral y medioambiental que dichas actividades producen, sobre todo en el ámbito local; y finalmente, han de encontrar la manera de evitar la erosión fiscal con impuestos nuevos a transacciones sin base física alguna, donde el valor se halla más en los datos que en los servicios ofrecidos. Según un informe de PwC la economía colaborativa mueve ya 30 mil millones de euros y se calcula que sobrepase los 500 mil millones en 2025, con crecimientos anuales del 20%. Y la respuesta de los gobiernos está siendo muy desigual.
La pregunta central es: si la economía colaborativa ha sido producto de la innovación social, ¿podrán los gobiernos también innovar en sus políticas y regulaciones? A nivel internacional, la UE y la OCDE han comenzado a organizar grupos de trabajo para buscar soluciones políticas creativas. La OCDE emitió un informe que hace recomendaciones sobre cómo evitar la erosión fiscal, reinterpretando la norma de la obligación de tener presencia física en un país para pagar impuestos por la de tener “una plataforma digital con un volumen considerable de usuarios en ese país”. Las ciudades y los gobiernos también han adoptado medidas regulatorias que imponen a las viviendas compartidas una licencia, cierta homologación en medidas de seguridad y el pago de impuestos relacionados con el sector turístico.
Las respuestas de los gobiernos han sido, sin embargo, de menor alcance. Han sido más significativas las acciones de las autoridades locales, más presionadas por el impacto directo y con competencias directas. Dichas respuestas se pueden agrupar entre los que, temerosos del cambio que se avecina y presionados por los sectores tradicionales y las comunidades locales que soportan los impactos, han optado por aplicar las herramientas de siempre (licencias, multas y burocracia), y los que, viendo oportunidades para la creación de empleo y el aumento de ingresos por actividad económica, han preferido sumarse a la ola e incluso liderar el cambio. Entre los primeros, España, Francia y Alemania. Berlín, una ciudad afectada por presión inmobiliaria, prohibió los alquileres por estancias de corta duración. Barcelona, con medio millón de apartamentos turísticos no regulados, impuso multas. En el otro lado, ciudades como Amsterdam buscaron acuerdos con los principales actores de la economía colaborativa para recaudar impuestos o reducir los efectos colaterales.
Un caso especial es el Corea del Sur. En 2012 Seúl lanzó el proyecto Sharing city que daba acceso a instalaciones públicas infrautilizadas y apoyo financiero a emprendedores para desarrollar proyectos colaborativos. Zipbob, una plataforma social para cenas, o My Real Trip o Play Planet con recomendaciones para viajeros, nacieron así. Otras ciudades se han aliado con las nuevas plataformas de carsharing para obtener datos que mejoren las políticas de transporte y movilidad. La política se encuentra pues ante el reto de acomodar la innovación en el viejo juego de siempre o cambiar de juego.