El pasado 19 de febrero, falleció, víctima del COVID-19, Đorđe Balašević, cantautor nacido en, la capital de la Provincia Autónoma de Vojvodina, en el norte de Serbia. Balašević no destaca por su muerte –un número más en la negra estadística de la pandemia–, pero sí por cómo vivió y cómo le llora hoy un país que ya no existe.
Para la gente de mi generación, nacidos en la Yugoslavia comunista, pioneros de Tito, las canciones de Balašević eran como un diario íntimo que no teníamos que escribir. Tratan, con humor y mucha ironía, de los males de juventud, de los tópicos sobre el “carácter nacional”, la clase obrera y la política, sobre todo tipo de aventuras (desde las de Tom Sawyer y Huckleberry Finn hasta las de los jugadores de póker) y, cómo no, sobre el amor.
En uno de sus últimos conciertos (en Split, Croacia, en diciembre de 2019), el público le pidió que cantase Računajte Na Nas! (“Contad con nosotros”), una canción que estrenó en 1978 y que fue pronto definida como el himno de los nacidos en los años cincuenta. Más que el himno de una generación que prometía lealtad a Tito era una declaración de fe en Yugoslavia. Balašević se negó a cantarla y dijo: “Yo no soy yugonostálgico. Si Yugoslavia hubiera sido un buen país, no se habría desintegrado de la manera en que lo hizo. Yo soy de Yugoplastika.” Yo también. Los que hablamos de la antigua Yugoslavia con nostalgia, no echamos de menos su régimen comunista ni las delirantes narrativas nacionalistas de las élites políticas que la destruyeron, ni a los que nos querían convencer de que nos habíamos odiado “desde siempre”, pero añoramos el espíritu de Yugoplastika. El Yugopalstika (Jugoplastika Split) fue un equipo legendario de baloncesto, de Split, que ganó tres Euroligas consecutivas (1989-1991), y cuyas grandes promesas –Toni Kukoč, Dino Rađa, Velimir Perasović y Žan Tabak, naturales de distintas repúblicas de la Federación– llegaron a jugar en la NBA. El equipo era una Yugoslavia en pequeño, reunía a los mejores jugadores nacionales.
Mientras vivió, a Balašević le criticaron y odiaron los nacionalistas. Él los despellejaba con desprecio. Atacó como pocos el régimen de Slobodan Milošević. Después de las guerras de la antigua Yugoslavia, fue el primer cantante serbio que actuó en todas las repúblicas ya independientes. El 7 de febrero de 1998, ofreció entre las ruinas de Sarajevo el concierto “Las guerras pasan, los hombres se quedan: para la libre circulación y reconciliación”, auspiciado por el Alto Comisionado para los Refugiados de las Naciones Unidas (UNHCR/ ACNUR). Le pidieron que lo suspendiera, por haber recibido amenazas de muerte. Él se negó, añadiendo:
“Si los ciudadanos de Sarajevo estuvieron cercados más de dos años por las tropas serbias, amenazados diariamente, yo aguantaré una noche”.
La muerte de Balašević ha provocado sorprendentes reacciones en todas las exrepúblicas yugoslavas, desde Vardar (el río de Macedonia) hasta Triglav (la montaña de Eslovenia). Quizá la reacción más llamativa sea la de los croatas: en Zagreb y en otros lugares que han sido en los últimos años testigos de manifestaciones contra del uso del alfabeto cirílico (el que se usa en Serbia junto con el alfabeto latino), su nombre se ha escrito en las calles, con rosas y letras cirílicas. Lo que no consiguió ningún político desde los años noventa –poner de acuerdo en algo a todos los ex yugoslavos– Balašević lo ha conseguido con su muerte.
En una canción de 1986, Panonski mornar (“El marinero de Panonia”), dijo que habría querido ser Magallanes o el capitán Cook. El mar de Panonia existió hace 34 millones de años, durante el Mioceno y Plioceno: formaba parte del Océano Paratetis y se unía a las aguas del Mar Mediterráneo y el Mar Egeo. Pero, como su navegante imposible afirmara: “Mi mar ha desaparecido, no sé qué hacer. Un marinero puede quedarse sin su barco, pero ninguno se queda sin su mar”. Los que lloramos a Đorđe Balašević, yugoslavo póstumo, lloramos por nosotros, recordando el mar y los barcos que perdimos.