En los sucesivos intentos por limitar la voluntad de poder, tanto individual como colectiva, hemos ido desarrollando un entramado de reglas y convenciones que, tomando como referencia la Paz de Westfalia (1648), pretende alejarnos de la ley de la jungla para crear un sistema internacional basado en la idea de que la soberanía nacional sea, al menos formalmente, igual para todos y de que nadie tenga derecho a inmiscuirse en los asuntos internos. Igualmente, hemos desarrollado, con la ONU como hito principal, mecanismos de vigilancia y sanción contra quienes se salten las reglas básicas del sistema (resumidas en que el uso de la fuerza solo es admisible como legítima defensa o con el aval de una resolución del Consejo de Seguridad).
Pero, aun así, es obvio que la voluntad de poder sigue tentando a muchos a sobrepasar los límites marcados y que, por otra parte, los instrumentos creados no son totalmente eficaces (y, desgraciadamente, otros más recientes, como el principio de responsabilidad de proteger, no parecen correr mejor suerte). En realidad, salvo para quienes sueñen/deliren con un control absoluto de todo comportamiento humano, cabe asumir que nunca habrá un sistema perfecto, capaz en el mejor de los casos de disuadir a los más osados o, al menos, de castigarlos si rompen el consenso alcanzado entre todos. Eso plantea el problema de definir unas líneas rojas que nadie debería poder cruzar sin consecuencias, sabiendo que en muchas ocasiones no sirven como referencia las que formalmente han sido convenidas y fijadas en acuerdos o en tratados.
Una de las elucubraciones más inquietantes de la Guerra Fría, vista desde la Europa Occidental, era si Washington estaría dispuesto a responder a una agresión soviética contra un aliado europeo de la OTAN, sabiendo que eso podía desencadenar una escalada nuclear que pusiese en peligro a su propia población. ¿Se la jugaría Estados Unidos por Roma o París? Era muy difícil creer que, en el marco de la estrategia de respuesta masiva aliada (dada la superioridad convencional de Moscú en el teatro europeo, un ataque soviético sería respondido con armas nucleares). Afortunadamente nunca ha habido que poner a prueba el vínculo trasatlántico hasta ese punto; pero la duda sigue estando hoy ahí, aunque esa estrategia haya ido evolucionando hacia la respuesta flexible y el escudo de misiles.
En un plano que puede parecer, falsamente, más liviano confluyen estos días comportamientos que van desde la muy posible eliminación de un periodista crítico con el régimen saudí tras entrar el pasado 2 de octubre en el consulado de ese país en Estambul, hasta la increíble desaparición del presidente de la Interpol desde su llegada a China el pasado 29 de septiembre. Son solo dos muestras recientes de muchos otros comportamientos que quiebran a diario las normas internacionales, pero que quedan sin sanción, entre otros motivos, porque considerados de manera aislada nunca parecen suficientemente graves como para activar una respuesta contundente.
Vivimos malos tiempos cuando el hegemón mundial se ufana de su unilateralismo y avala comportamientos de reconocidos gobernantes autoritarios. Y lo mismo cabe decir de una Rusia que se atreve a anexionar Crimea, emplear a los “hombrecillos de verde” en Ucrania, deshacerse de críticos y espías rebeldes o llevar a cabo ciberataques cada vez más desestabilizadores. Pero también es preciso mirar hacia una Unión Europea que asiste pasivamente a los desplantes sin freno de Donald Trump o ve como en su seno se registra un notorio ascenso de la xenofobia y el racismo, alentado por jefes de gobiernos que aprovechan la falta de voluntad política en Bruselas para frenarlos. China, por su parte, apenas oculta la violación de los derechos humanos de una minoría como la uigur o la eliminación de disidentes por la vía rápida.
Más allá de lo que apuntan películas como Minority report, es un hecho que nuestra capacidad predictiva es muy limitada. Nadie puede predeterminar que hará otro en el futuro, ni valorar con precisión las consecuencias futuras de un casi siempre aparentemente pequeño gesto. Ahí está, por si hiciera falta algún ejemplo de dimensiones planetarias, el ascenso de Adolf Hitler al poder y la generalizada política de apaciguamiento que desembocó en un horror difícilmente igualado en la historia. Y ahora –cuando los Orbán, Putin, Trump, Duterte, Erdoğan, Kim Jong-un, Netanyahu y quizás muy pronto Bolsonaro se sienten iluminados y jaleados– volvemos a estar inquietos, mientras comprobamos cómo se deterioran los mecanismos de vigilancia y sanción (sin que se plantee una reforma sustancial de la ONU) y aumenta el gusto por el “hombre fuerte”, el “salvador” o el “padre de la patria” que, tomando el atajo que le parezca más adecuado, está dispuesto a eliminar a sus adversarios, sabiendo que nadie está dispuesto a detenerlo a tiempo.
Y así, poco a poco, se va elevando el listón de los abusos y desprecios, mientras los violadores de las normas se sienten aún más crecidos, convencidos de que pueden seguir dando pasos sin temor a represalia alguna. ¿Hasta cuándo?