Donald Tusk, historiador y ex primer ministro polaco, asume desde el 1 de diciembre el puesto de Presidente del Consejo Europeo. Su designación fue interpretada como un reconocimiento al europeísmo polaco, del que Tusk es un destacado representante, galardonado con el Premio Carlomagno en 2010.
¿Será Tusk una figura más carismática que Van Rompuy? El tiempo lo dirá, aunque en este mundo de acontecimientos vertiginosos, ni siquiera los políticos son dueños de sus destinos y voluntades. En este escenario de múltiples cambios de decorado, prevalecen más las percepciones ajenas que las propias capacidades. Después de todo, el cargo de Presidente del Consejo se asemeja al del capitán de un equipo deportivo que tiene que planificar, analizar y marcar unos objetivos. Es un puesto administrativo con un tipo de funciones y responsabilidades que inevitablemente oscurecen el pasado, por muy brillante que fuera, de cualquier político.
Donald Tusk, antiguo miembro del sindicato Solidaridad, sería la encarnación de las ilusiones y esperanzas de la otra Europa. Procede de una ciudad-frontera, Gdansk, donde los contrastes entre dos mundos, el germánico y el eslavo, surgen por doquier, y no son necesariamente opuestos sino complementarios. El gran error en la historia contemporánea de aquellas tierras fue prescindir de esa complementariedad y supeditarlo todo a una despiadada política de poder: la que permitía entenderse a alemanes y rusos a costa de sus vecinos, el espíritu del tratado de Rapallo (1922). Pero además la ciudad báltica está marcada por el recuerdo de las luchas por la libertad y la dignidad humanas, las de 1970, y las de 1980, que vieron surgir al sindicato Solidaridad. En ellas los trabajadores no fueron secuestrados por ninguna utopía intelectual, y tampoco se resignaron ante los fríos cálculos de quienes decidieron arbitrariamente que carecían de auténticos derechos por el mero hecho de vivir al otro lado del Oder.
Tusk siempre apoyó la integración europea porque es la mejor respuesta ante la supuesta inevitabilidad de la geografía. La historia de Polonia convirtió a este país en prisionero de la geografía, o mejor dicho de la geopolítica, pero la geografía no es un destino fatal si alguien es capaz de aprovechar las aparentes desventajas y tornarlas en favor propio. Polonia, situada entre Alemania y Rusia, nunca se resignó a ser un peón distinguido de un tablero geoestratégico. Hasta no hace mucho, algunos repartidores de diplomas de “europeísmo” veían en Polonia un caballo de Troya de EEUU, o del Reino Unido, en Europa. Y si bien es cierto que Washington y Londres siempre serán socios principales de Varsovia, también lo es que un país no puede ignorar a sus vecinos e incluso debe tender puentes hacia ellos. Así lo ha hecho Tusk en sus siete años de gobierno como primer ministro, en la tarea de hacer de Polonia un socio indispensable de Alemania y en la búsqueda de cauces de diálogo y de intereses compartidos con Rusia. Por tanto, esos comentarios simplistas que saludaron como una señal de firmeza frente a Rusia la designación de Tusk al frente del Consejo, estaban muy equivocados. La defensa firme de la soberanía y la integridad territorial de los Estados o el recuerdo emocionado del patriotismo del mariscal Pilsudski, fundador de la Polonia contemporánea y al que Tusk consagró su tesis doctoral, no son incompatibles con mantener una mínima vía de diálogo con Moscú. Prisionera de un revival geopolítico y nacionalista, acaso Rusia no se dé cuenta de que necesita de Europa, pero los postulados teóricos del “eurasianismo”, a los que se ha entregado en cuerpo y alma, le impiden percatarse de otra realidad.
En Gdansk hay demasiadas tumbas de soldados alemanes, polacos y rusos como para olvidar las lecciones de la historia. Fueron víctimas de los dos constantes enemigos de Europa, los nacionalismos y los populismos, ideologías ajenas a la auténtica esencia europea: la de la amalgama de culturas. Hoy, nacionalismos y populismos desafían en las urnas o en los medios de comunicación a la integración europea, revestidos de un mesianismo y una verborrea prometedores de unos paraísos que, por naturaleza, son excluyentes. Quizás sea el momento de recordar un viejo eslogan de los años de resistencia polaca: “No hay libertad sin solidaridad”. Juego de palabras en la época del sindicato clandestino, aunque también una gran verdad aplicada al proceso de integración europea. Pero no debemos olvidar que la solidaridad brota más fácilmente en una Europa entendida como un espacio histórico común, que sea un espacio para la convivencia. Ortega, citado por Tusk al recibir el Premio Carlomagno, lo supo intuir en 1949, cuando reprochaba al pensamiento “moderno” el haber confundido sociedad con asociación. Porque una sociedad no nace de un mero acuerdo de voluntades. Bien lo sabe el historiador Donald Tusk y quienes creemos que normas y procedimientos no hacen por sí solos a Europa.