Hay varias formas de intentar parar el ascenso de los populismos xenófobos y anti europeos. Una es, evidentemente, atajar las causas de su crecimiento: ayudar a los perdedores de la reciente crisis y de la globalización, afrontar los medios securitarios e identitarios que se han disparado con los atentados yihadistas en Europa, y, en general, abordar los problemas que preocupan a los ciudadanos. El discurso general de los líderes políticos puede pesar. Puede ser valiente, en defensa de los valores democráticos y liberales (en el sentido original de este término), del reconocimiento del otro, de su acogida controlada y de la interculturalidad. O dejarse contaminar por esos populismos y asumir parte de sus planteamientos.
La cumbre informal (no podía de ser de otra manera sin el Reino Unido) en Bratislava de los 27, ha demostrado que la UE aún no ha recompuesto los platos rotos, ni se ha fijado un nuevo futuro colectivo sugestivo. Unos días antes, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, en el Parlamento Europeo, en su discurso sobre el Estado de la Unión, había venido a reconocer un cierto fracaso europeo, incluso personal, al asegurar que “en nuestra Unión incompleta, ningún liderazgo europeo puede sustituir al liderazgo nacional”. Pero había desgranado una serie de propuestas mucho más a ras de tierra que un año antes, si bien aún con un enfoque excesivamente tecnocrático y falto de claridad de futuro. Mientras, en su carta antes de Bratislava, el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, que en la capital eslovaca exigió una “honestidad brutal”, se mostró más pesimista. Quería evitar que la UE no saliera más desunida de lo que entraba a la reunión. Se consiguió a costa de lanzar la pelota hacia delante, hacia un acuerdo general, una nueva hoja de ruta, en la celebración del 60 aniversario del Tratado de Roma en marzo próximo. De momento, la insistencia es sobre la seguridad interior y exterior y algún guiño hacia los jóvenes en la declaración final, pero tendría que haberlo hecho también hacia todos los parados de larga duración, o a los que sólo consiguen trabajos precarios y mal pagados, mientras la cuestión de los refugiados se ha disimulado debajo de la alfombra.
Ejemplo de discurso valiente es el de la canciller alemana, Angela Merkel, a la que el Financial Times considera “indispensable pero insuficiente”, quien, tras la derrota de su partido democristiano en las elecciones de su Land, Mecklenburg-Pomerania Occidental, donde quedó por detrás del AfD, la anti-inmigración y antieuropea Alianza por Alemania, no se dejó llevar por esos vientos sino que defendió una Europa y una Alemania abiertas. Para Merkel, los políticos sensatos –frente los populistas, “a los que no les interesan las soluciones”– “tenemos la responsabilidad de moderar nuestro discurso. Si empezamos a dirigir nuestras palabras y acciones hacia donde lo hacen aquellos que no están interesados en ofrecer soluciones, perderemos la orientación”. Merkel recordó que “el terrorismo no es un problema nuevo que llegó con los refugiados”. Es verdad que lo que ha hecho la UE, con la colaboración de Turquía, aunque de forma insolidaria –salvo en un cierto reparto del coste financiero–, le ha facilitado a Merkel defender su posición. Su gobierno estima que este año recibirá en torno a 300.000 solicitantes de asilo, frente a los más de un millón el año pasado
Merkel reconoció que las preocupaciones de los votantes “fundadas o infundadas, deben ser tomadas en serio (por) todos nosotros en esta cámara”, como señaló en el Parlamento, al que acude constantemente, además de a la televisión, incluso para explicar su posición tras una elección regional. Se mostró “bastante segura de que, si resistimos esto y nos ajustamos a la verdad, todos ganaremos… y así recuperaremos lo más importante que necesitamos: la confianza del pueblo”.
El domingo pasado, en las elecciones en el Land-Ciudad de Berlín, la CDU siguió cayendo con lo que el discurso de Merkel no ha parado su sangría, y la AfD ha entrado en el parlamento regional. Y tras el varapalo en estos comicios, Merkel se ha visto forzada a cambiar su discurso y a reconocer que se equivocó al no calibrar bien las dificultades que suponía la llegada masiva de refugiados, distanciándose de la famosa frase “Wir schaffen das” (podemos hacerlo). Ya antes sus socios bávaros de la CSU se habían puesto a reclamar una inmigración prioritariamente cristiana y, en la coalición gubernamental, el ministro de Economía, Sigmar Gabriel, se ha distanciado del TTIP (Acuerdo de Comercio e Inversiones entre la Unión Europea y Estados Unidos, en negociación).
Como el presidente socialista François Hollande y su primer ministro Manuel Valls, que este verano han apoyado la prohibición por algunos alcaldes del llamado burkini en las playas, aunque el Consejo de Estado la echó atrás. En este discurso contaminado por el del Frente Nacional está también el expresidente Nicolas Sarkozy, aspirante a candidato republicano (centro-derecha) en las primarias para las próximas presidenciales. Su principal rival, Alain Juppé, está en una postura mucho más moderada, que no parece dejarse contaminar por Le Pen en un país duramente castigado por el yihadismo, sí, pero con casi cinco millones de musulmanes, en su mayoría ya franceses nacidos en Francia.
Desde fuera de la UE, pero casi como si lo estuviera, desde Noruega, un país en el que ha crecido un movimiento xenófobo, su habitualmente discreto rey Harald V, en una breve intervención en una reciente fiesta en al jardín de palacio ante el primer ministro y otras autoridades, explicó cómo sus abuelos habían llegado de Dinamarca e Inglaterra hace 110 años. Y afirmó: “Los noruegos son chicas que aman chicas, chicos que aman chicos, y chicas y chicos que se aman entre sí. Los noruegos creen en Dios, Alá, el Universo y nada”.
“Mi mayor esperanza para Noruega”, prosiguió el rey, “es que seamos capaces de cuidar los unos de los otros. Que sigamos construyendo este país, sobre una base de confianza, compañerismo y generosidad de espíritu. Que sintamos que somos –a pesar de nuestras diferencias– un pueblo. Que Noruega es una”. Son unas palabras que han tenido una amplia repercusión mucho más allá de su país.
Tras la reunión del G-20 en Hangzhou, donde varios dirigentes, como bien ha recordado Federico Steinberg, han expresado haber entendido el creciente rechazo social a la globalización, varios gestores de instituciones internacionales abiertamente globalistas han apelado a los políticos a hacer algo a favor de los que se han quedado atrás en la crisis y en la globalización. Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, hizo un llamamiento a las instituciones de la UE para que se volcaran más sobre la redistribución, la desigualdad, el empleo y la inseguridad de los que lo encuentran, para frenar a los populistas. También la directora del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, se pronunció en un sentido parecido para lograr que “la globalización funcionara a favor de todos”.
¿Está cambiando algo? Podría parecerlo. No hay que callarse frente a los contrarios a la hora de defender Europa, aunque sea “otra” Europa, pues Europa ha de cambiar. Pero, como Merkel está comprobando, tampoco el discurso de la valentía es garantía de éxito.