El 28 de enero de 1972 fallecía en Milán el escritor y periodista Dino Buzzati, vinculado durante décadas al Corriere della Sera, y autor de una de las novelas más destacadas del siglo XX, El desierto de los tártaros, con grandes influencias de los relatos fantásticos de Poe y de la narrativa de la espera y el desasosiego representada por Kafka. Publicada en 1940, esta obra tiene una doble lectura, la psicológica y la geopolítica. Es la historia del oficial Giovanni Drogo, destinado a la fortaleza Bastiani, una fortificación de frontera cercana a una llanura desértica, sobre la que existe una amenaza latente e inconcreta, que puede ser la de unos tártaros, que nadie ha visto nunca; o la de un ejército de un reino del norte capaz desencadenar hostilidades en cualquier momento. La amenaza está obsesivamente presente, y en no pocas ocasiones son lejanas manchas negras que se mueven con lentitud en el horizonte las que provocan la inquietud de los defensores de la fortaleza.
El desierto de los tártaros sigue siendo una novela atractiva porque expone problemas decisivos en la existencia humana. En primer lugar, la consideración de la seguridad como un valor contrapuesto a la libertad. Con el paso del tiempo, los militares de la fortaleza se acostumbran a su tediosa y monótona vida de guarnición y desearían que no se produjera ese ataque que supuestamente les cubriría de gloria. El segundo aspecto es la progresiva resignación ante el estrechamiento de las posibilidades vitales de realización personal, pues Drogo y otros oficiales acaban por habituarse a una vida que no deja de ser una espera sin esperanza. No menos importante es la frustración de expectativas de hechos excepcionales que cambien el sentido de la existencia. Esos hechos probablemente no se produzcan jamás. Se podría definir como la novela de la postergación indefinida, con personajes marcados por la inacción y la falta de toma de decisiones. Jorge Luis Borges, gran admirador de esta obra, habla de un desierto real y simbólico, de un gran vacío que frustra al héroe que aguarda muchedumbres para alcanzar la gloria. Podríamos añadir que es una novela que debería ser objeto de reflexión en nuestra frágil sociedad posmoderna.
Hay otros aspectos de El desierto de los tártaros que enlazan con la geopolítica y el tema de las fronteras, además de con frentes bélicos estancados o con una paz armada que se caracteriza por un equilibrio inestable. Es la eterna historia de Esperando a los bárbaros, por decirlo con el título de una novela del Premio Nobel sudafricano, J. M. Cootze, que guarda ciertas analogías con la obra de Buzzati. A lo largo de la historia se han sucedido las esperas e inquietudes en las líneas de frontera. Sucedió en un período de más de tres siglos en el limes del Imperio romano, donde tardaron en producirse invasiones en masa. Y lo mismo podría decirse de las fronteras de otros imperios a lo largo de la historia. Con todo, las tensiones fronterizas han sido una constante desde los años anteriores a la Primera Guerra Mundial hasta el momento presente. Lo señala el capitán Ortiz, otro personaje de la novela de Buzzati: “Ahora dicen que es una frontera muerta; no piensan que la frontera es siempre frontera y nunca se sabe…”
Podríamos recordar la época de la paz armada en la frontera francoalemana, en la que estaba en juego el destino de Alsacia y Lorena anteriormente francesas; o en las fronteras del Imperio alemán con el ruso, o del Imperio austrohúngaro con Rusia. Algunos críticos aseguran que El desierto de los tártaros se refiere a esta última frontera. Buzzati señala que la fortaleza Bastiani era un ejemplo de formalismo militar, “en el que se sitúan centenares de hombres para custodiar un desfiladero, por el que nadie pasaría”. Durante la Primera Guerra Mundial, las trincheras constituirían una nueva versión de las tensiones fronterizas, que atrapaba en carne viva a los soldados. Su amargo recuerdo influirá en la construcción de la línea Maginot por los franceses, en la que también estuvieron presentes las angustias de la espera, pero que finalmente demostró no ser segura. Esas angustias se produjeron, sobre todo, entre septiembre de 1939 y mayo de 1940, el período calificado por un periodista francés como drôle de guerre, la guerra de broma, en el que las tropas del Tercer Reich no atacaron en el frente occidental. Un año antes, los soldados alemanes se habían desplegado en la frontera de los Sudetes en Checoslovaquia, y esta medida contribuyó a que en la conferencia de Múnich se reconocieran las reivindicaciones territoriales hitlerianas. El despliegue de fuerzas siempre ha sido un instrumento de presión en las negociaciones diplomáticas, y lo hemos visto de nuevo en los días anteriores a la invasión de Ucrania. En todos los casos, hay siembra de incertidumbre y ansiedad por adivinar cuál será el siguiente paso del adversario. ¿Vendrán o no, los “tártaros”? Los analistas políticos intentan escrutar su mente, y en muchas ocasiones apuestan porque su comportamiento sería frío y racional, pero si ese adversario considera que dar rienda suelta a sus emociones satisface su ego y que los sentimientos de su opinión pública le benefician, pese a los perjuicios inmediatos, tomará una de esas decisiones que no suelen medirse en una balanza. Si la inacción implica el riesgo de ser considerado un cobarde, puede llegar a tomar decisiones con las vísceras, no con la cabeza. Lo que podríamos llamar el síndrome del teniente Drogo suele afectar a los que están a ambos lados de la fortaleza: “Del desierto del norte tenía que llegar su fortuna, la aventura, la hora milagrosa que al menos una vez le toca a cada uno”. En el caso de la guerra de Ucrania se observa un fatalismo, alimentado por la metahistoria de Rusia, que no permite la vuelta atrás a no ser que el desenlace de la guerra sea presentado a la opinión pública rusa como una victoria política de Vladimir Putin.
Las más de cuatro décadas de guerra fría encajan muy bien con la atmósfera que se respira en El desierto de los tártaros. No hubo invasión soviética de Europa occidental, aunque un militar y novelista británico, Cyril Jolly, publicó un libro Silent Night: The Defeat of NATO (1980), en el que las fuerzas de la Alianza eran derrotadas, sobre todo, por fuerzas irregulares, auxiliadas por colaboradores internos, mientras que las fuerzas convencionales del Pacto de Varsovia solo encontraban una débil resistencia en la frontera alemana. Afortunadamente esto no llegó a suceder, y la espera y la rutina siguieron formando parte del horizonte estratégico, como en la fortaleza Bastiani donde “todo se estanca de nuevo en el ritmo de los días de siempre”. Es posible que muchos políticos, militares y burócratas de entonces compartieran esta otra reflexión de Ortiz: “Todos, más o menos, nos obstinamos en esperar. Pero es un absurdo, basta con pensarlo un poco (y señalaba con su mano hacia el norte). De ese lado nunca podrá venir una guerra”. Por cierto, nadie esperaba una invasión de un país soberano por una gran potencia en 2022. Era absurdo y, por supuesto, irracional.
Con el paso de los años, un general decide que la fortaleza Bastiani solo tiene un punto débil: hay en ella demasiada gente. Hay que reducir los efectivos de la guarnición a la mitad. La orden se cumple, aunque Giovanni Drogo hace esta consideración: “Cuanto más tiempo pasaba, más importancia perdía el fuerte. En tiempos remotos quizás había sido una guarnición de importancia, o al menos se la consideraba tal. Ahora, reducida a la mitad de su fuerza, era solo una barrera de seguridad excluida estratégicamente de un plan de guerra. Se la mantenía únicamente por no dejar desguarnecida la frontera”. ¿No era la Europa anterior a la guerra de Ucrania una imagen de la fortaleza Bastiani, cuando toda la atención de los estrategas parecía dirigirse hacia el Indo-Pacífico? Sin embargo, al final de la novela, cuando Drogo se ha convertido en el comandante de la fortaleza y ha envejecido prematuramente, el estado mayor envía dos regimientos de refuerzo porque la amenaza latente, de tantos años, parece estar a punto de hacerse realidad. Cabe concluir que, en un mundo cambiante e inestable, las zonas estratégicas descartadas pueden recuperar, un día u otro, protagonismo. Ucrania no estaba descartada en sentido estricto, pero de repente la historia ha entrado en erupción y despertado, no sabemos exactamente hasta qué límites, a una Europa que vivía confiada en la ladera del volcán. Un Giovanni Drogo, agotado mentalmente por la tranquilidad y la mortecina espera de tantos años, no sería el más adecuado para reconducir la situación.
Imagen: Dino Buzzati firmando sus libros en una librería de Milán. Foto: Giorgio Lotti / Mondadori Portfolio (Wikimedia Commons)