Basta con hacer cuentas muy básicas para concluir que hoy en el planeta hay más teléfonos móviles que retretes o letrinas. Esa realidad, que supone que unos 2.600 millones de personas (36% de la población mundial) no tienen acceso a instalaciones de saneamiento adecuadas, no es el resultado de una incapacidad tecnológica de la mente humana para fabricar y construir esas elementales infraestructuras (sirva de contraste el reciente aterrizaje de un robot espacial en un cometa), sino de una manifiesta falta de voluntad política para atender un problema que atenta a la dignidad y a la seguridad humanas.
Si, como debiéramos, entendemos la seguridad humana como algo más que una cuestión de defensa militar y tomamos la pérdida de vidas humanas como vara de medida, resulta inmediato sentirnos impactados por el hecho de que más de 800.000 niños menores de cinco años mueran anualmente por una simple diarrea. Eso significa más de uno cada minuto y a ese insoportable coste hay que añadir que muchos más quedan afectados de por vida como consecuencia de las enfermedades relacionadas con una escasa o nula higiene, derivada de la falta de sistemas de tratamiento de las aguas fecales, que terminan contaminando a las aguas potables.
En India, por ejemplo, todavía el 53% de los hogares carecen de un simple retrete o letrina con un mínimo de intimidad y condiciones higiénicas. Eso se traduce, a escala planetaria, en que más de 1.500 millones personas defecan al aire libre, con el consiguiente riesgo sanitario y de seguridad física que ello comporta. Es bien sabido que, sobre todo en lo que afecta a las mujeres, su nivel de escolaridad depende directamente de la disponibilidad de esas instalaciones para poder atender sus necesidades con mínimas garantías de privacidad (contando con las que lleva asociado el periodo de menstruación). Asimismo, las mujeres que viven en esas paupérrimas condiciones se ven obligadas a buscar un lugar alejado de la comunidad en la que habitan para poder satisfacer sus necesidades, lo que conlleva un alto riesgo de sufrir violaciones o maltratos.
A pesar de esas evidencias no deja de chocar muy negativamente el hecho de que la reducción a la mitad del número de personas sin acceso sostenible al agua potable y a servicios básicos de saneamiento sea, precisamente, el Objetivo de Desarrollo del Milenio que va a presentar el próximo año -cuando se cumple el plazo de quince años fijado en la Cumbre del Milenio (Nueva York, 2000)- el de nivel más bajo de cumplimiento.
En un intento por revertir esa negativa tendencia, la Asamblea General de la ONU aprobó el 24 de julio del pasado año la Resolución A/RES/67/291, que establece el 19 de noviembre como el Día Mundial del Retrete. En su convocatoria de este año figura “Igualdad y Dignidad” como lema central de una iniciativa que pretende activar la necesaria voluntad política, tanto de gobiernos en todos sus niveles, como de las distintas agencias de cooperación y organismos multinacionales, para resolver un problema que está sobradamente a nuestro alcance. Se pueden aducir argumentos altruistas y de estricta humanidad para movilizar voluntades hoy dormidas. Pero también cabe apelar a motivos económicos y de desarrollo para entender que, si se cubre esa elemental necesidad, las ganancias en términos de bienestar y seguridad suponen un beneficio para todos, desde el plano individual hasta el más global que quepa considerar.
En resumen, la persistencia de este problema supone una muestra más de la selectividad internacional a la hora de volcar el esfuerzo en unos temas– como, por ejemplo, la equivocada opción militarista contra el terrorismo internacional que hoy vuelve a cobrar fuerza-, mientras se olvidan otros que, a diferencia del ejemplo mencionado, pueden solucionarse de inmediato. Es nuestra responsabilidad (la de todos) y tenemos los medios necesarios (el coste de atender adecuadamente esa necesidad es ridículo comparado con los ingentes recursos dedicados a otras cuestiones que, o bien escapan a nuestro alcance tecnológico y científico o exigen un esfuerzo sostenido a largo plazo que todavía no es posible consensuar). ¿O es que no vale lo mismo evitar muertes por diarrea que por un atentado terrorista?