¿Qué ha sido de los rohinyás? ¿Cuándo podrán volver a casa los millones de ucranianos que actualmente residen en precario en varios países europeos, tratando de poner a salvo sus vidas ante la invasión rusa? ¿Cuál es la situación de los millones de sirios que malviven en la diáspora en un intento desesperado por escapar a la sistemática violencia de su propio régimen? ¿Qué expectativas de vida pueden tener los palestinos refugiados a duras penas fuera de sus lugares de origen? ¿Cuántas personas se juegan la vida cada día en el Mediterráneo, el Sahara o la selva de Darién? ¿Cuántos venezolanos, yemeníes, sudaneses, congoleños, birmanos y afganos más se añadirán a los que ya lo dejaron todo atrás para ponerse a salvo y para volver a soñar con una vida digna? Éstas y tantas otras preguntas siguen sin respuesta clara ante un drama que, según las cifras que acaba de actualizar el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), ya afectaba a finales de abril de este año a 120 millones de personas en todo el planeta.
En cuanto a los Estados, en referencia concreta a los Veintisiete, hay que volver a insistir en que todos ellos han firmado la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados (1951) y que, por tanto, están obligados a asistir y a proteger a toda persona que se encuentre en esas circunstancias.
Abruma pensar en el drama humano que sufre cada uno de los 43,4 millones de personas refugiadas (incluyendo los seis millones bajo mandato de la Agencia de Naciones Unidas para los refugiados de Palestina, UNRWA), a los que se suman otros 6,9 millones de solicitantes de asilo y 68,3 millones de desplazados forzosamente, contabilizados por ACNUR a finales del pasado año. Unas cifras que suponen un nuevo y triste récord histórico en una secuencia imparable de los últimos 12 años. Son las mismas cifras, con el añadido de las personas migrantes que por razones principalmente socioeconómicas deciden buscar un futuro mejor en otros territorios, que les sirven a los movimientos ultranacionalistas de claro tinte xenófobo que proliferan en los países de la Unión Europea (UE) para hablar de una “invasión” y del “gran reemplazo”, cuando la realidad muestra que son los países de renta baja y media son los que acogen al 75% de todas las personas desplazadas y cuando el 69% de todas ellas se localizan en los países vecinos al de su origen. Movimientos que, en cualquier caso, propugnan sin disimulo la expulsión de quienes ya están en territorio comunitario y el cierre manu militari de las fronteras exteriores, como si la desesperación se pudiera frenar con más despliegues policiales y militares y con vallas y muros más altos.
Pero también son unas cifras que interpelan directamente a la comunidad internacional y a los Estados sobre su responsabilidad en la prevención de los estallidos de violencia que están en el origen de estos flujos de población y en la atención a quienes ya engrosan estas estadísticas. Por lo que respecta a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) resulta bien visible su impotencia para estar a la altura de la tarea para la cual fue creada y, por muy loable que sea el trabajo de algunas de sus agencias especializadas en esta materia, no cabe olvidar que su labor apenas es un recurso paliativo de las consecuencias más dramáticas de una realidad que no se ha logrado evitar poniendo en juego los sobrados instrumentos que atesoran los Estados miembros para adelantarse a la tragedia o, al menos, para responder a ella. En cuanto a los Estados, en referencia concreta a los Veintisiete, hay que volver a insistir en que todos ellos han firmado la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados (1951) y que, por tanto, están obligados a asistir y a proteger a toda persona que se encuentre en esas circunstancias. Y, sin embargo, en ambos casos queda claro que, más que necesidad de contar con nuevas capacidades para prevenir, asistir y proteger, lo que destaca es la falta de voluntad para actuar en consonancia con los valores, principios y obligaciones jurídicas que tantas veces se quedan en palabras vacías.
Y las perspectivas a corto plazo no son, desgraciadamente, mucho más optimistas. Basta volver la vista nuevamente hacia la UE, para comprobar como el reciente Pacto sobre Migración y Asilo –que se suma a una política generalizada de carácter policial y restrictivo condenada al fracaso–no puede ocultar que el objetivo ultimo es evitar que esas personas lleguen a nuestros territorios, olvidando que en demasiadas ocasiones somos corresponsables en la creación de las situaciones que desembocan en su huida de lugares donde su vida no vale nada. Y, al menos de momento, no parece que tengan la convicción necesaria para cambiar de modelo, a pesar de que lo poco que sirve comprar la complicidad de los gobiernos de los países de salida o de tránsito a golpe de talonario, o aumentar los despliegues securitarios para disuadir a quienes ya no tienen nada que perder, salvo la vida, en unos países donde ni su bienestar, ni sus derechos fundamentales, ni su seguridad están garantizados.
En el mundo globalizado de hoy pretender encastillarse en una supuesta fortaleza inexpugnable, incapaces de estar a la altura de nuestros valores, pero también de nuestros verdaderos intereses, desentendiéndonos de lo que ocurre fuera de ella, sólo nos puede llevar a vivir peores situaciones y a ser cómplices de mayores atrocidades.