Abrumados por el incesante rosario de informes que tratan de fotografiar el estado de quienes habitamos el planeta, corremos el riesgo de tomar el reciente informe anual del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) como un simple cúmulo de cifras que inmediatamente se confunden con las de tantos otros informes similares. Incluso, jugando con las diversas maneras en las que se puede presentar cualquier dato, cabe la tentación de intentar rebajar su importancia, argumentando que, a fin de cuentas, las personas afectadas –refugiadas, desplazadas y solicitantes de asilo– apenas suponían el 1,1% de la población del planeta al finalizar el pasado año.
Pero también podemos, sin salirnos de la frialdad de los números, concretar aún más, recordando que son 79,5 millones de personas (frente a 70,8 en 2018), la cifra más alta desde que se toman datos al respecto. De ellas, 29,6 millones eran refugiadas (incluyendo a 3,6 millones de venezolanos que formalmente figuran como desplazados externos), frente a 25,9 en 2018); 45,7 desplazadas internas (41,3 en 2018) y 4,2 solicitantes de asilo (3,5 en 2018). O, lo que es lo mismo, suponen un 12,28% más que tan solo un año antes y un 93,9% más que las que se encontraban en una situación similar a finales de 2010 (cuando eran 41 millones). Se intensifica así una tendencia aparentemente imparable en la que a colectivos de larga data (y demostrada resiliencia), como los 5,6 millones de palestinos que atiende la UNRWA en una situación cada vez más precaria, se le añaden otros mucho más recientes, como el de los 4,5 millones de venezolanos. Ese inquietante panorama se completa con otros guarismos que confirman que sigue disminuyendo el número de personas que han podido regresar a sus países de origen o a sus hogares (4 millones en la presente década, cuando en la anterior fueron 10 millones) y, asimismo, el de las que han logrado construir una nueva vida sostenible y satisfactoria en otro país (menos del 0,5% de las personas refugiadas del mundo han podido reasentarse a lo largo de ese año).
Más allá del profundo malestar que transmite ese simple apunte estadístico, y precisamente en un momento en el que la COVID-19 nos coloca también a los privilegiados ciudadanos europeos entre los damnificados directos, una mirada más humana nos podría (debería) llevar de inmediato a entender la tragedia de cada una de esas personas. Personas iguales que nosotros, con vidas, necesidades y sueños muy similares, pero para las que conceptos como vida digna, hogar, derechos, estabilidad, bienestar, seguridad… solo son hoy palabras vacías. Personas que se han visto obligadas a abandonar sus lugares de residencia para poner a salvo sus vidas en otro país como resultado de un conflicto violento o un alto nivel de inestabilidad, como les ha ocurrido a 13,2 millones de sirios (la mitad de la población en estos últimos nueve años de guerra) a 3,6 millones de venezolanos, a 2,7 millones de afganos, a 2,2 millones de sursudaneses o a 1,1 millones de birmanos. Todo ello sin olvidar que, en contra de lo que los movimientos xenófobos y populistas que proliferan en buena parte de Europa con un discurso que combina el miedo a la invasión con el del odio al “otro”, el 85% de todos ellos se ubica en países en desarrollo, con Turquía (3,6 millones), Colombia (1,8), Pakistán (1,4) y Uganda (1,4). Alemania es el único país desarrollado que figura entre los cinco primeros por volumen de personas refugiadas en su territorio, con un total de 1,1 millones.
Precisamente ahora, cuando en algunos lugares se aplaude a los turistas que vuelven a nuestro suelo, vuelve a tener pleno sentido preguntarnos cómo debemos recibir a quienes buscan refugio entre nosotros y qué podemos hacer para que no tengan que arriesgar sus vidas en un tránsito tan arriesgado. Y quizás entonces podríamos entender que, en primer lugar, somos corresponsables de muchas de esas situaciones insostenibles que fuerzan un éxodo de esa magnitud y que, por lo tanto, nos corresponde asumir parte de la carga de deriva de tantos errores y apuestas desestabilizadoras. También podríamos entender la necesidad de reforzar las capacidades de la ONU y de todas las instancias oficiales y no gubernamentales para mejorar sus capacidades en diplomacia preventiva, construcción de la paz y prevención de conflictos violentos.
Desgraciadamente, y a falta de que la pandemia produzca un improbable giro radical en las tendencias actuales del escenario internacional, basta recordar que la ONU ahonda su marginación por falta de voluntad de algunos de sus Estados miembros para permitir una reforma que se retrasa sine die; que ACNUR se enfrenta a crecientes apuros para poder cubrir sus programas con un presupuesto que depende de aportaciones voluntarias de los Estados; que UNRWA está en trance de desaparición como efecto combinado del esfuerzo que lideran EEUU e Israel, y que la Unión Europea parece apostar más por medidas restrictivas para controlar sus fronteras que por contribuir a un mundo mejor, para entender que las cifras de 2020 pueden ser aún peores.