Durante la campaña para las Elecciones Europeas que se celebrarán el próximo domingo, los Estados miembros de la UE se han enfrentado a un dilema que no estaba presente en las Elecciones europeas de 2014: ¿cuál es el mayor problema para la Unión: las noticias falsas o las noticias verdaderas?
Desinformación, propaganda y noticias falsas constituyen una práctica que tiene sus raíces en la Revolución Rusa y en la doctrina del leninismo. Durante la Guerra Fría, ambos bloques la convirtieron en un instrumento poderoso de la lucha ideológica. Lo nuevo, ahora, es la facilidad con que se puede producir y diseminar desinformación a través de las redes sociales.
La injerencia de Rusia en las elecciones presidenciales de los EEUU, en el Brexit o en el ilegal referéndum de Cataluña, fue una llamada de alerta que puso en evidencia las intenciones del Kremlin de desacreditar y debilitar las instituciones democráticas occidentales mediante la fabricación de noticias falsas o la divulgación de noticias semiverdaderas. Estos hechos demostraron que, cuando hay una estrategia política detrás de una noticia falsa, nos encontramos ante el empleo de la desinformación como arma propia de la guerra híbrida.
Desde que se comprobó la injerencia virtual de Rusia en los procesos electorales y referendos, la UE y sus Estados miembros han desarrollado planes de acción y organismos cuyo principal objetivo es desenmascarar cuentas falsas vinculadas a Rusia (y a otros países), bloquear fuentes de mala reputación y ajustar algoritmos para limitar la exposición pública a noticias falsas y engañosas. Pero resulta imposible controlar miles de millones de mensajes diarios en Facebook, Twitter, WhatsApp, Telegram, etc., en 28 países y 24 idiomas oficiales. Los más optimistas sostienen que es una cuestión de tiempo que se creen los algoritmos para evitar cualquier exposición pública a noticias falsas.
Sin duda se trata de pasos necesarios e importantes, y es innegable que los países occidentales están liderando la lucha contra la desinformación, pero también que se fían poco de la capacidad crítica de sus ciudadanos. Supone un tácito reconocimiento del vacío existente en la interacción entre gobiernos y los gobernados, de la pasividad y desconexión entre la mayoría de los ciudadanos y sus líderes políticos. Los ciudadanos gamberros e irresponsables son un blanco fácil para la desinformación. No deberían esperar del Estado o de la UE que les protejan de ser tontos. Un Estado democrático debería fomentar la responsabilidad individual de cada uno de sus ciudadanos, así como su capacidad de decidir por sí mismos lo que es falso o no, porque ese tipo de ciudadanos ha representado y representará siempre la principal defensa de las libertades.