El grupo de siete países del sur de la Unión Europea que acaba de celebrar una cumbre en Madrid nació hace algo más de tres años en Bruselas. Lo hizo, en concreto, el 16 de diciembre de 2013 cuando los ministros de Asuntos Exteriores de Chipre, España, Francia, Grecia, Italia, Malta y Portugal aprovecharon los márgenes de una sesión del Consejo en su formación de Asuntos Exteriores y se reunieron en la Representación Permanente de Chipre para crear un foro informal en el que intercambiar puntos de vista sobre asuntos relativos al proceso de integración. En aquel momento, aunque Mario Draghi ya había anunciado su “whatever it takes” para salvar el euro y en Alemania se acababa de forjar un gobierno de coalición que prometía menos austeridad, la situación económica en los estados meridionales de la Eurozona era atroz. En Grecia (que cerró 2013 con -3,9% de crecimiento), Portugal (-1,4%) y Chipre (-5,4%) los memorandos en vigor abonaban la idea de soberanía suspendida; España (-1,2%) también había recibido financiación para un rescate bancario mientras que los gobiernos socialdemócratas de Italia (-1,9%) y Francia (+0,3%) se veían incapaces de equilibrar la rígida gestión de la crisis de deuda que marcaba Berlín. Una debilidad que se traducía también en alta inestabilidad política interior, con el auge de populismos de izquierda o derecha muy críticos con la UE, y una clara erosión de la influencia diplomática, incluso de París, en un momento en el que se acumulaban importantes riesgos y crisis en el Mediterráneo (con las guerras en Siria y Libia como máximos exponentes).
Es importante contextualizar este delicadísimo momento fundante para entender que el Grupo nació con un perfil deliberadamente bajo que se ha mantenido hasta septiembre del año pasado. Por entonces solo se habían celebrado tres encuentros ministeriales a razón de uno por año (en Alicante, abril de 2014; en París, febrero de 2015; y en la ciudad chipriota de Limassol, en febrero de 2016) y eran obvios los titubeos de algunos miembros sobre su compromiso con el foro. Es particularmente interesante el caso español, con un gobierno de centroderecha que prefería evitar una excesiva asociación con los países más vulnerables de la Eurozona o con fórmulas ideológicas que pudieran enfrentarle con la canciller Angela Merkel. De hecho, el propio Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación que había organizado en 2014 la primera reunión presentó la cita de Alicante como una ocasión para hablar solo del reto común de la inmigración mientras que el Informe Anual de Acción Exterior de 2015 —el único publicado hasta ahora— no menciona siquiera el Grupo al que solo se alude muy indirectamente en un anexo (que recoge los viajes del entonces ministro García Margallo) denominando el encuentro de Paris como una reunión sobre temas de Vecindad. Incluso cuando el primer ministro Alexis Tsipras dio el paso de convocar a los siete líderes nacionales a una primera cumbre, celebrada en Atenas el 9 de septiembre de 2016, el presidente Rajoy prefirió excusarse apelando a estar en funciones (sin que esa interinidad le impidiera acudir una semana más tarde a la cumbre a 27 de Bratislava).
“La diplomacia española y la eurocracia han descubierto que el Sur también existe y que puede incluso resultar muy positivo articular este foro de estados miembros mediterráneos”
Sin embargo, en apenas siete meses el Grupo ha ganado una consistencia inesperada, que ha despejado las dudas de Madrid y concitado el interés de los demás estados miembros, de las instituciones y de muchos observadores. Después de casi un decenio en el que la mera idea de periferia sur resultaba estigmatizante (y en cierto modo sigue siéndolo a la luz de las recientes declaraciones del jefe del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem), la diplomacia española y la eurocracia han descubierto que el Sur también existe y que puede incluso resultar muy positivo articular este foro de estados miembros mediterráneos. Y ello sin perjuicio de que, haciendo gala de rigor geográfico, la segunda cumbre celebrada el 28 de enero de este año en la muy atlántica ciudad de Lisboa decidiese abandonar la etiqueta inicial de Grupo Mediterráneo (abreviado como “Med Group” que tanto se asemejaba, por cierto, al derogatorio “Club Med”) y asumir el nombre neutro de países del Sur de la UE, dejando fuera, eso sí, a Croacia y Bulgaria.
La politización y aceleración de los trabajos del Grupo se ha producido con sorprendente rapidez (nada menos que tres cumbres en medio año y una cuarta que se anuncia para el próximo otoño en Chipre), a un ritmo que casi iguala la cadencia del Consejo Europeo. La razón de esta intensidad se debe a una combinación de, al menos, tres factores. Primero, y como causa que expresamente ha elevado a la categoría de cumbres lo que en un principio eran solo reuniones ministeriales, hay que citar la retirada británica que obliga a una reflexión sobre el futuro y aboca a rearticular el poder en la UE. En segundo lugar, y en conexión directa con lo anterior, está el debate sobre las múltiples velocidades ya sea entre estados miembros o a la hora de concentrarse en determinadas políticas sobre las que Bruselas entiende que existe más valor añadido europeo. En este sentido, no se escapa el activismo renovado de otros subgrupos de estados miembros (como los cuatro de Visegrado, pero también el Benelux, el trío báltico o los países nórdicos) que tienen distintas sensibilidades a las de los países meridionales en asuntos tan clave como son la frontera exterior o la gobernanza del euro. Por último, también ha ayudado la buena coyuntura económica que ahora atraviesan casi todos sus miembros matizando la idea dominante hasta hace poco de que estaban condenados a la decadencia por divergir con los acreedores septentrionales: el crecimiento previsto para este año es del 3,7% en Malta, y algo más del 2,5% en Chipre, España y Grecia; mientras que en Portugal y Francia rondará el 1,6%, lo que les coloca en la media de la Eurozona (solo es mala la situación italiana que no llegará al 1% y queda a la cola de toda la UE).
“Parece difícil que, si se lo propone, el Grupo no pueda moldear decisivamente el debate sobre el futuro de Europa”
Es verdad que el impulso al Grupo ha venido por dos veces desde las no muy poderosas capitales del Mediterráneo Oriental —Nicosia en 2013 y Atenas en 2016— que son las más necesitadas de un instrumento multilateral adicional en la UE pero París, Roma y Madrid también han ido viendo con buenos ojos este mecanismo para multiplicar su influencia. Al fin y al cabo, ellos tres solos no alcanzan hoy el 35% de la población que es donde se sitúa la minoría de bloqueo en el Consejo (mientras que los siete representan el 38,53%). El potencial resulta aún más claro si se tiene en cuenta que cuando el Reino Unido abandone la UE los votos del Grupo rozarán el 45% del total, que tres de ellos conformarán pronto el cuarteto de estados más grandes (ya ensayado en Versalles), y que uno de sus integrantes forma parte del crucial eje franco-alemán. En suma, parece difícil que, si se lo propone, el Grupo no pueda moldear decisivamente el debate sobre el futuro de Europa e incluso impulsar iniciativas concretas incluyendo el ámbito de los nombramientos. Como han demostrado múltiples estudios empíricos (por ejemplo, el realizado por Daniel Naurin justo antes de que arrancara la crisis), la construcción de coaliciones entre los representantes de los estados en el Consejo está guiada por una pauta de proximidad geográfica-cultural y existe una clara propensión a que el Sur se alinee. Por eso, mejorar la coordinación en los asuntos compartidos y la gestión de las discrepancias beneficiará a los siete y también a la propia UE que durante muchos años ha visto debilitado a su flanco meridional; tal vez uno de los más favorables a la integración y que sigue siéndolo, pese a que la crisis haya puesto a prueba su europeísmo. Así se ha demostrado en la Declaración de Madrid, aprobada en la cumbre de este 10 de abril, en la que se incluye un apoyo expreso a Michel Barnier y a la Comisión Europea en la recién comenzada negociación con Londres, una apelación a avanzar más rápido en la unión bancaria o en la solidaridad migratoria y en donde además se deslizan interesantes propuestas en el ámbito social: de integración educativa y en la lucha contra el desempleo. Las alusiones a cuestiones de política exterior y seguridad (como las condenas a los últimos atentados terroristas, la comprensión con que se acoge el castigo estadounidense en Siria, el apoyo a las negociaciones sobre la unificación de Chipre o el deseo de reforzar la defensa europea) demuestran que el Grupo, en cuyas reuniones ministeriales ha participado en el pasado la Alta Representante Mogherini, puede facilitar también la toma de posiciones en el ámbito PESC.
Por supuesto, tampoco hay que exagerar la importancia del Grupo pues es obvio que ni los más pequeños, ni menos aún España, Italia, o sobre todo Francia, pondrán al Grupo en el centro de su estrategia europea por encima de otras consideraciones bilaterales, especialmente con Berlín, o desplazando por completo otras fórmulas alternativas (como el caso del triángulo de Weimar para Francia, el diálogo entre los seis fundadores para Francia e Italia, o el grupo 5+5 en el ámbito de la seguridad mediterránea occidental que excluye a Grecia y Chipre). Incluso es bueno advertir de los peligros de una UE fragmentada en subgrupos geográficos rígidos, con visiones enfrentadas. Pero lo que por ahora ha venido del Sur, aunque está pendiente de confirmación tras las elecciones francesas y de mayor institucionalización (en el ámbito del COREPER o de los Consejos sectoriales) debe saludarse como un desarrollo interesante que más bien ayudará a las instituciones. También contribuirá a ese propósito declarado de que España y su forma de entender la integración ganen ahora peso, y que nuestro país adquiera por fin el protagonismo que le corresponde en la Europa post-Brexit que se está pergeñando.
Madrid parece querer olvidar ahora su temor a quedar vinculado con el resto de la periferia endeudada —una aprensión que le ha durado siete años—, y podría desear completar su política de alianzas en la UE aspirando a asumir un papel de intérprete de las inquietudes del Sur. Una apuesta más interesante y también más complicada que la línea exclusivamente reactiva frente a Berlín (y París) seguida últimamente.