Las democracias están a la defensiva. En su última Estrategia de Seguridad Nacional, la Administración Trump –que defiende un “regreso a un realismo con principios” (a return to a principled realism) no menciona la promoción de la democracia y los derechos humanos fuera de las fronteras del país, aunque haya referencias a “nuestra comunidad de Estados democráticos que piensan de igual modo”. La UE tiene problemas internos de democracia con Polonia y Hungría, y la falta de mecanismos eficaces para tratar con ellos le resta credibilidad hacia el interior y hacia el exterior. Ni siquiera el proceso de ampliación garantiza ya el de democratización de los que ingresan. Y hacia terceros la UE, antes de la llegada de Trump, rebajó mucho sus expectativas en este sentido en su Estrategia Global de 2016.
Que las democracias hayan renunciado a exportar su modelo no es algo negativo en sí, dados algunos desastrosos recientes excesos. La última vez que EEUU lo intentó a gran escala, de la mano de una Administración Bush dominada por neo-conservadores que propugnaban esta idea, fue con la invasión de Irak en 2003 que no sólo causó una guerra civil, sino el auge del terrorismo de Daesh (o Estado Islámico), que no está muerto con la pérdida de su base territorial, sino mutando. El caso de Libia sigue ahí también. El apoyo de la UE al golpe de Estado –que no se atrevió a calificar de tal– del general al-Sisi en Egipto restó credibilidad a la defensa y promoción exterior de la democracia y los derechos humanos por la Unión. Lo más que promueve ahora en países terceros es un Estado de Derecho más o menos previsible, o el refuerzo de las sociedades civiles, impulsando, por ejemplo, la sanidad, la educación o la conectividad.
Es verdad que las democracias compiten en terrenos como África con potencias como China que no condicionan sus ayudas, acuerdos de comercio o inversiones al respeto de normas democráticas o de derechos humanos, aunque ni China ni Rusia intenten exportar su modelo (a diferencia de en la Guerra Fría). Sin embargo, la Estrategia Nacional de Seguridad de EEUU ve una competencia ideológica al respecto con Rusia y con China. El chino es un modelo de éxito económico y estabilidad política que puede resultar atractivo para algunos países en vías de desarrollo. Frente a la impresión, a veces, de desorden que damos desde Europa o incluso desde EEUU, donde el presupuesto del Departamento de Estado (la diplomacia y la ayuda al desarrollo) se estrecha, mientras crece el del Pentágono.
“La democracia está en crisis”, proclamaba Freedom House, una organización financiada por EEUU, en su informe Freedom in the World 2018. Señala que por 12º año consecutivo, el número de países que han retrocedido en términos democráticos es superior al de los que han avanzado. Hay una retrogresión. Hay países que en estos años han basculado hacia el autoritarismo, como la citada Hungría, pero también Turquía, que con el erdoganismo se ha vuelto un sistema más despótico y menos liberal en términos políticos y culturales-religiosos. Además, las democracias, tal como las entendemos, están pasando por problemas, como refleja la subida de los populismos y los antisistema (el último episodio, en Italia).
Las democracias viven una crisis de autoconfianza. De otro modo no temerían tanto las campañas de desinformación en las redes sociales provenientes de centros en Rusia o en otros lugares, por muy graves y preocupantes que resulten estas “guerras políticas”. Las democracias necesitan cambiar y adaptarse a los nuevos tiempos, y aprovechar las ventajas de la Inteligencia Colectiva de que habla Geoff Mulgan. Una encuesta de Pew del año pasado indicaba que una mayoría (78%) de sus ciudadanos apoya la democracia representativa, pero una media de un 66% (en los 38 países estudiados) querría mayor participación, más democracia directa. Aunque también un 49% está a favor de un gobierno por los expertos –tecnocracia– y “sólo” (es bastante) un 29% de un líder fuerte o de un gobierno por militares.
Algunos sistemas autoritarios y dictaduras están agravando su carácter. La Rusia de Putin y del putinismo va a celebrar unas elecciones presidenciales el próximo domingo 18 de marzo, que el presidente-candidato hubiera ganado en cualquier caso (aunque probablemente no con el 70% de participación y 70% de votos en su favor que pretende) sin tantas artimañas y limitaciones. Es un caso de país que se estaba democratizando (y hundiendo) con Boris Yeltsin, y ha retrocedido en términos democráticos (recuperándose en los geopolíticos y de autoconfianza) con Putin, al que admiran dirigentes occidentales de extrema derecha como Marine Le Pen.
El caso más paradigmático es el de China con Xi Jinping. Es el sistema que más controla a sus ciudadanos gracias a las nuevas tecnologías de las que éstos son usuarios en un grado extremo. Sus ciudadanos no demandan significativamente democracia, sino más libertad (para consumir, pero también para opinar) y Estado de Derecho (para saber a qué atenerse y frenar la corrupción). El Congreso Nacional Popular ha acatado las órdenes de Xi y del Partido Comunista, y abolido el principio constitucional de la limitación de la presidencia del país y de la secretaría general del partido a dos mandatos. Xi ha hecho, así, caso omiso de las normas que tras los excesos de Mao Tse Tung instauró Deng Xiaoping para limitar el poder, colectivizando su ejercicio a través del Comité Permanente del Politburó y acotando los mandatos, con una renovación constante del liderazgo que había funcionado, evitando el culto a la personalidad… hasta ahora. Aunque el régimen dice apoyarse en que hay demanda social para dar este paso cuasi imperial.
Lamentable resulta el comentario al respecto que, aunque en una reunión privada, hizo Trump sobre Xi: “Ahora es presidente de por vida. Presidente de por vida. No, es grande”, dijo Trump. “Y mira, él fue capaz de hacerlo. Creo que es genial. Tal vez tengamos que dar una oportunidad a eso algún día”. ¿Trump de por vida? En EEUU, aunque se esté convirtiendo en un sistema más retraído, las instituciones están funcionando.
El retraimiento de las democracias puede empezar a resultar preocupante también para un orden mundial (los chinos prefieren siempre hablar más de armonía que de orden) que está regresando a la competencia entre grandes potencias, muy diferentes entre sí. Pues estas retrogresiones democráticas suelen ir acompañadas de un mayor nacionalismo y soberanismo (que también se está registrando en las democracias, como se ha visto con el Brexit o con Trump). Como señala John Ikenberry, la crisis del orden internacional liberal no se debe sólo a razones geopolíticas, o a que las nuevas/viejas potencias estén promoviendo otro orden paralelo, sino a la crisis de las propias democracias tras su aparente “victoria” en la Guerra Fría, y su abandono del debate sobre su legitimidad y los objetivos sociales de sus sistemas y del propio orden mundial. Las democracias se han puesto a la defensiva olvidándose a veces de su razón de ser y de hacer. Peligroso.