La retirada del Acuerdo de París culmina el abrupto giro de política energética de la Administración Trump y sus aspiraciones de supremacía energética.
El presidente Trump va cumpliendo sus promesas electorales en materia energética. Primero revertió la prohibición de perforar en el Ártico y el Atlántico aprobada en el último tramo de la Administración Obama y revocó la aplicación de su Clean Power Plan, destinado a reducir las emisiones en el sector eléctrico. Ahora ha decidido excluir a EEUU de la cooperación global contra el cambio climático, y probablemente el próximo paso sea inhibirse de los compromisos financieros de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas. Todo ello en nombre de la ‘preponderancia energética americana’, parte central de la no menos sutil estrategia del America First Energy Plan.
Buena parte de esa estrategia puede revelarse ilusoria, puesto que hay consenso en que estas políticas tendrán un efecto más simbólico que real. El levantamiento de la prohibición de prospectar en Alaska y el Atlántico llevará tiempo, y para cuando las nuevas licencias estén listas el apetito de las empresas dependerá del precio del petróleo. A los precios actuales, la explotación del Ártico no resulta rentable, aunque el Atlántico ha atraído más interés por parte de las compañías petroleras internacionales. Respecto a la transición del sector eléctrico estadounidense, a estas alturas la reducción de costes de las energías renovables ha hecho su penetración inevitable. En combinación con el shale gas y las mejoras de eficiencia, EEUU ha reducido sus emisiones en casi un 10% en la última década, más como resultado de las condiciones de mercado que de la política climática.
“El carbón estadounidense ya sólo es competitivo fuera del país”
Por eso, muchas de las pretensiones de la Administración Trump, sobre todo las relacionadas con el carbón, resultan delirantes. El carbón estadounidense ya sólo es competitivo fuera del país, y si se mantiene el compromiso de la UE, China y otros grandes emisores, quedará relegado al declive que viene mostrando en los últimos años independientemente de la política climática de EEUU. Y todo ello renunciando a formar parte de las negociaciones e influir en la gobernanza climática global. El dominio energético norteamericano ya está aquí y nada tiene que ver con el carbón, sino con el fenómeno del fracking que ha convertido a EEUU en una potencia petrolera y gasista no convencional. Según las proyecciones de la Agencia Internacional de la Energía (AIE), EEUU será el primer productor mundial de petróleo y gas hasta finales de la década de 2030.
Pero esa preponderancia basada en el poder duro de los hidrocarburos no convencionales necesita también del poder blando que otorga el liderazgo en la transición energética, si no quiere quedar obsoleta y sobrepasada por los desarrollos tecnológicos y las preferencias ambientales y climáticas del resto del mundo. Por ello, desde su hija Ivanka a compañías como Shell, Rio Tinto o incluso Exxon, considerada la petrolera más conservadora, se han pronunciado abiertamente en contra del abandono del acuerdo. El secretario de Estado Rex Tillerson, antiguo director ejecutivo de Exxon, intentó rebajar el impacto de la decisión, asegurando que EEUU seguiría reduciendo sus emisiones dentro o fuera de París. Tillerson habría argumentado a favor de permanecer para no dañar las relaciones diplomáticas con docenas de aliados, pero al final se impusieron las posiciones más duras del círculo del presidente.
“La política energética de Trump puede resultar entre inocua y contraproducente para los propios productores de carbón, gas y petróleo”
La política energética de Trump, además de ignorar el potencial económico de la transición energética en curso, puede resultar entre inocua y contraproducente para los propios productores de carbón, gas y petróleo. Tres episodios coincidentes en el tiempo con la retirada del acuerdo de París ilustran las verdades incómodas de su plan energético: el cierre de tres plantas de carbón ese mismo día, la salida de Elon Musk de su consejo asesor y el hundimiento de los precios del petróleo. El primero muestra que el mercado, y no la política energética, está expulsando al carbón de la matriz energética estadounidense. El segundo evidencia la falta de consideración estratégica de la Administración Trump hacia los modelos energéticos sostenibles y su comunidad empresarial, justo cuando la compañía de Musk (Tesla) superaba en capitalización bursátil a la petrolera rusa Rosneft.
Finalmente, la caída de los precios del crudo destaca las inconsistencias de la política petrolera de Trump. Para responder al reciente acuerdo de la OPEP con Rusia y otros productores de mantener el recorte de producción de petróleo para estabilizar los precios, Trump anunció que ejecutaría su promesa electoral de vender la mitad de las reservas estratégicas estadounidenses de petróleo. Al igual que con el abandono del acuerdo sobre el clima, lo haría de forma unilateral y sin respetar las normas de la AIE, lo que demuestra que su desprecio por la cooperación energética multilateral no se limita al cambio climático. Con el anuncio de la retirada del acuerdo de París, los mercados dieron por culminado el giro de política energética: nuevas concesiones para perforar en el Ártico y el Atlántico, menos regulaciones, venta de reservas estratégicas, aumento de la producción estadounidense de petróleo no convencional y más emisiones de gases de efecto invernadero.
Como resultado, los precios cayeron con fuerza a mínimos de dos semanas y el Brent perdió los 50 dólares. No es probable que el lobby petrolero que según The Guardian decantó la decisión presidencial esté muy satisfecho con ese resultado. Para recurrir de nuevo a la AIE, y de paso reivindicar su papel (ciertamente limitado) en la gobernanza energética global, en 2025 la producción de petróleo de EEUU con un precio de 50 dólares por barril sería menos de la mitad que al precio de 100 dólares. Por debajo de esos 50 dólares, una parte significativa de su producción no convencional ha dado síntomas de debilidad. Si a ello se suma una previsible subida de los tipos de interés, los efectos sobre un sector petrolero fuertemente apalancado y con márgenes muy ajustados en el actual contexto de precios pueden ser contraproducentes.
La presidencia Trump debilitaría así dos supremacías energéticas de una vez: el liderazgo de EEUU en las nuevas tecnologías energéticas y su poder petrolero no convencional. Pero sería ilusorio pensar que sus políticas puedan revertir la senda de transición energética emprendida por EEUU hacia una combinación de gas y renovables soportada en nuevos sistemas de almacenamiento eléctrico y redes inteligentes. Evidentemente, enrarecen el ecosistema para su desarrollo y pueden ralentizarlo y hacerlo más costoso, al menos durante los próximos cuatro años, pero se considera que las políticas energéticas de Trump no podrán revertirlo.
Pese a la renovación del compromiso de la UE y China, los daños podrían ser más importantes a nivel global. Por un lado, sentando un precedente casi inapelable en caso de abandono de otros grandes productores de hidrocarburos, como los del Golfo Pérsico o Rusia, y debilitando los compromisos de otros grandes emisores. En segundo lugar, debilitando las señales de un actor de política energética tan importante hacia modelos energéticos bajos en carbono y reforzando las posiciones de negacionistas y escépticos del cambio climático. Además, el unilateralismo de Trump afecta a mecanismos clave de la gobernanza energética global, caso del Acuerdo de París y de la AIE, justo cuando tales mecanismos resultan más necesarios para afrontar una transición energética ordenada, también en los aspectos geo-económicos y geopolíticos.