Cuando se cumplen veinte años de las matanzas de los Grandes Lagos y solo uno menos de la masacre de Srebrenica constatamos que su efecto- desgraciadamente a posteriori- para poner en marcha lo que en su momento se denominó “nuevo intervencionismo” ha perdido impulso a ojos vista. Tras el escándalo que supuso la inacción de la comunidad internacional ante unas sistemáticas violaciones de derechos humanos que desembocaron en la pérdida de centenares de miles de vidas humanas en el primer caso y de unas 8.000 en el segundo, se registró un cambio de actitud que contribuyó a erosionar (pero no a eliminar) el principio de no injerencia en asuntos internos. También llevó aparejado un mayor grado de voluntad política entre algunos de los actores más significativos del escenario internacional para aportar sus propias fuerzas (tanto económicas como militares) al esfuerzo común de preservar o restaurar la paz.
Es bien conocido que ese tardío impulso fue acogido con abierto escepticismo por países como China y Rusia, ejemplos paradigmáticos entonces de la interpretación tradicional de la sacrosanta soberanía nacional. En todo caso, su debilidad de entonces permitió que otros- con Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia en cabeza- fueran articulando un discurso y una práctica que les llevó a forzar la agenda internacional para que la protección de población civil sometida a amenazas (incluso en conflictos intraestatales) fuera tomada en consideración y sirviera de base para establecer mandatos específicos de las operaciones internacionales de paz.
Por su parte, la ONU– tratando de superar la pesadumbre que Kofi Annan asumía como propia por la pasividad demostrada ante las citadas matanzas- también aceleraba el paso. Así el Informe Brahimi (1999) terminaba por oficializar ese mismo enfoque de protección de civiles ante sistemáticas violaciones de sus derechos incluso por parte de sus gobernantes y durante esa década se multiplicaron las operaciones de paz con directa y masiva presencia de contingentes militares occidentales en diferentes partes del planeta. A pesar de la controversia derivada de su uso selectivo (como ejemplifica la manipulación registrada con ocasión del conflicto libio en 2011) el ya mencionado principio de responsabilidad de proteger sigue siendo en nuestros días una referencia positiva, útil en el proceso de erosión de una tradicional visión de la soberanía nacional que ha permitido atrocidades de todo tipo durante demasiado tiempo.
Hoy, tras el negativo balance cosechado por los largos años dominados por la nefasta “guerra contra el terror” liderada por Washington de la mano de la administración de George W. Bush, asistimos a un bien visible retroceso hacia el más puro realismo. Por un lado, tanto Moscú como Pekín vuelven a sentirse lo suficientemente fuertes para mostrar más abiertamente sus cartas y así, en 2007, ambos emplearon al unísono el veto en el Consejo de Seguridad de la ONU (algo que no ocurría desde 1972) para abortar una resolución que supondría la intervención contra el gobierno birmano por sus sistemáticas violaciones de los derechos humanos de su propia población (y lo mismo volvieron a hacer un año más tarde para frenar otra iniciativa similar contra el régimen de Robert Mugabe).
Simultáneamente, y ya metidos en la crisis económica en la que seguimos inmersos, buena parte de los países occidentales que se habían mostrado hasta entusiastas con ese renovado intervencionismo, han ido dando marcha atrás. Las razones que lo explican tienen que ver tanto con el reconocimiento del fracaso de la mayoría de las grandes operaciones internacionales de carácter militar de los años anteriores (Irak y Afganistán sin ir más lejos) como, quizás aún más, con la imposición de políticas de austeridad extrema que ha llevado al recorte generalizado de gastos. Todo ello sin olvidar que son varios los países emergentes que han mostrado desde el principio su temor y sospecha de que bajo ese intervencionismo aparentemente altruista se escondiera el viejo interés geopolítico y geoeconómico por aplastar actores y procesos que no interesaran a los más poderosos.
Si a eso se le añade que la ONU sigue sumida en una marginalidad para la que no se adivina fin, puede concluirse que es muy improbable que volvamos a asistir a medio plazo a la activación de operaciones como las que se produjeron en la década anterior para atender a conflictos que se prolongan sin salida a la vista (Siria bien puede servir de muestra).