I – ¿Cuánto tiempo más vamos a seguir dándole vueltas a lo que no existe”? ¿A qué se debe la insistencia, más allá de la necesidad de los medios de comunicación de inventar titulares más o menos sugerentes en busca de una audiencia mareada entre tantos reclamos, de hablar de brotes y rebrotes de una primavera árabe que nunca fue tal? ¿Por qué empeñarse incluso en buscar imágenes que solo insisten en un exotismo fuera lugar, sea la “revolución del jazmín” (Túnez) o la “reina de Nubia” (Sudán)?
Con la obligada (y aún esperanzadora) excepción de Túnez, y sin tener que esperar hasta hoy para llegar a esa conclusión, es inevitable entender que lo que ha ocurrido en Egipto, Libia y Yemen, con el añadido actual de Argelia y Sudán, es solo en el mejor de los casos la caída de un dictador. Eso es, por supuesto, una buena noticia; pero no cabe confundirla automáticamente con un cambio de régimen y mucho menos con el advenimiento de la democracia. Por otro lado, en cuanto se recuerda que hay 22 países árabes, basta con una simple operación aritmética para concluir que en otros 16 casos las cosas siguen, en términos generales y con todos los matices que se quieran subrayar, tal y como estaban el 17 de diciembre de 2010, cuando Mohamed Bouazizi se inmoló ante una comisaria en la ciudad tunecina de Sidi Bouzid.
Eso significa, como mínimo, que resulta exagerado hablar de “primavera árabe”, jugando con una expresión que hizo fortuna con las revoluciones y revueltas de varios países de la Europa central y oriental en su esfuerzo por salirse de la órbita de Moscú. Tampoco parece muy afortunada la expresión “despertar árabe”, que daría a entender que las sociedades árabes estaban dormidas, no se enteraban de que estaban sometidas a unos sátrapas y, sobre todo, no se movilizaban contra ellos. Por el contrario, han sido muchos los que, precisamente por rebelarse y movilizarse, han sufrido desde hace décadas persecución y castigo. Y es ese esfuerzo el que ahora ha dado como resultado lo que solo puede calificarse de revueltas, revoluciones o movilizaciones ciudadanas que, en síntesis, reclaman dignidad, libertad y trabajo.
II – Son, por tanto, movilizaciones basadas en un hartazgo acumulado durante décadas y, en muchos sentidos, modélicas. Con todos los riesgos que conlleva la generalización, cabe identificar como elemento central la enorme frustración con unos gobernantes no solo fracasados en cuanto a sus eternas promesas incumplidas de bienestar y seguridad, sino también enfrascados en seguir acumulando poder y riquezas al frente de regímenes corruptos, autoritarios e ineficientes. Esas condiciones estructurales, que niegan una vida digna a unas sociedades extremadamente jóvenes, constituyen un polvorín al que solo le falta en cada caso la espoleta.
Hablamos, sin duda, de verdaderas revoluciones que, como volvemos a ver ahora en Argelia y Sudán, no se conforman con la desaparición del cabecilla de turno, sino que aspiran a desmantelar un statu quo del que solo en el mejor de los casos reciben migajas paternalistas y clientelares. Han sido y son movimientos transversales (más allá del islam político o cualquier otra ideología) y pacíficos (son los gobiernos de turno los que, fieles a su pauta represiva, han recurrido a la violencia como primera opción). Y son movimientos que, salvo para los que siguen sosteniendo que hay pueblos que no están preparados para la democracia, deben ser apoyados para que puedan lograr, primero, desembarazarse de unos dirigentes encastillados en la defensa a ultranza de sus privilegios y, en segundo lugar, instaurar regímenes legítimos y realmente representativos.
III – Frente a esos movimientos todavía por estructurar –lo que apenas une a quienes se movilizan es el deseo de deshacerse de sus gobernantes, pero no cuentan con líderes ni programas coherentes de amplio respaldo popular– se detecta un mucho más poderoso movimiento contrarrevolucionario a varias voces. Por un lado, ahí está el genocida régimen sirio, a punto de volver a ser aceptado como un miembro más del club. Mientras tanto, el golpista Abdelfatah al-Sisi no solo se eterniza en el poder ante la mirada complaciente de sus pares occidentales, sino que se ha convertido ya en una referencia sobresaliente para otros como Jalifa Haftar (en Libia), Ahmed Gaid Salah (Argelia) y Abdelfatah al Buhran (Sudán).
Y así, con el espantajo del terrorismo yihadista –al que dicen combatir mientras en la práctica se dedican a eliminar adversarios y acallar las protestas callejeras– y con las bendiciones más o menos disimuladas de los principales actores occidentales –interesados ciegamente en mantener el vigente statu quo, del que son los principales beneficiarios junto con los propios gobernantes locales–, más el apoyo que reciben de Riad, Abu Dabi y algunas otras capitales de la región, disponen de un amplio margen de maniobra para jugar en clave lampedusiana a que nada sustancial cambie.
Aunque en la historia ha habido alguna vez algún David que ha doblegado a algún Goliat, conviene aplicar el más prosaico realismo a lo que ocurre hoy en el mundo árabe para no confundir los deseos con la realidad. No basta con desear que triunfe la democracia, hay que alimentarla. Y hasta hoy solo los más débiles en este juego parecen decididos a hacerlo.