Me topé por primera vez con el concepto del relato durante el estudio de la lucha contra la insurgencia en Irak. Para su sorpresa, los militares occidentales acababan de descubrir que la victoria en las guerras modernas no corresponde a quien gana una batalla decisiva sobre el terreno, sino a quién consigue penetrar en el corazón y la mente de sus militantes y rivales para llevarles a la convicción de que su bando acabará venciendo cualquiera que sea la realidad militar. Para mi sorpresa, el hecho decisivo que cambia el rumbo de una guerra (el centro de gravedad en terminología estratégica) es que uno de los bandos consiga persuadir a los suyos -y a los que no lo son- de que al final prevalecerá su causa. La convicción de unos y la duda de los otros cambia de forma irreversible el curso de una batalla que se libra entre relatos en el mundo inmaterial de la percepción.
Para que una convicción se abra paso surfeando entre las olas de la realidad, hace falta una tabla que nos ayude a cabalgar sobre ellas fijando nuestra atención sólo en la salida del túnel. Los relatos son esa tabla que nos permite evadirnos de la percepción de la realidad para instalarnos en la ensoñación que anhelamos. Siempre han existido contadores de cuentos y narradores de moralejas que han aprovechado las reuniones familiares o los fuegos de campamento para explicarnos como hemos sido, dar sentido a nuestras vidas y despreocuparnos por el futuro. Los relatos estratégicos se utilizan ahora como armas de destrucción/distracción masiva de la realidad. Son la máquina de fabricar historias y formatear las mentes (Storytelling, Christian Salmon, 2007) que nos permite mentirnos a nosotros mismos para acomodar la realidad al deseo y no al revés como hacían los buenos relatos.
Dirigidos a la emoción, no son los productos de consumo, ni las ideologías ni la realidad lo que cuenta sino las historias mismas que fabricamos sobre ellos. Son las historias que nos gustaría vivir y con cuyos protagonistas y vivencias queremos identificarnos. Los relatos se construyen para distraer nuestra atención de la realidad. El marketing narrativo acompaña las campañas electorales, el consumo, las primaveras y las cruzadas colectivas o personales. Ya no nos tenemos que fijar en los méritos y capacidades de los candidatos a elegir ni en las de los productos a consumir. Tampoco tenemos que sopesar ventajas e inconvenientes de cada opción política o social, basta con identificarnos con el estado final que nos presenta la historia promocional. Las emociones que suscitan los relatos tornan superfluos los argumentos y la percepción distrae de la realidad con una progresión viral.
Los estrategas que fomentan, justifican o viven del terrorismo internacional, la insurgencia, el crimen organizado y todos los tráficos ilícitos se han dado prisa en adiestrarse a utilizar las narraciones como elemento conductor de las nuevas formas híbridas, asimétricas o informales de hacer la guerra. Nada es lo que parece y la violencia extremista se justifica con relatos bien elaborados a medida de cada una de las distintas audiencias. Por el contrario, las sociedades abiertas no cuentan todavía con buenos guionistas para acompañar las actuaciones de sus fuerzas armadas y de seguridad frente a sus rivales (¡cuánto cuesta ya decir enemigos!) y siguen escribiendo partes de guerra casuísticos que emplean argumentos racionales, previsibles y reglados que no despiertan emociones entre sus seguidores. En 2005, el general Rupert Smith ya advirtió que las guerras modernas se librarían entre la gente, sus percepciones y voluntades (The Utility of Force: The Art of War in the Modern World, Penguin). Diez años después, parece que sus lecciones han prendido más en el lado oscuro de los actores violentos no estatales que en las academias de seguridad y defensa. Cuando pienso en la batalla de los relatos no puedo dejar de pensar en el realismo mágico de Gabriel García Márquez y me permito parafrasear un título suyo para concluir este post: si el Coronel no tiene quien le escriba [un relato ganador] habrá que reclutar narradores cuanto antes si no queremos que las sociedades abiertas acaben desapareciendo como Macondo.