Estimado lector, como probablemente también le ocurra a usted durante el verano, yo suelo refugiarme en la lectura para escapar del ocio estival. Al hacerlo este verano, he encontrado dos libros de diferente orientación, ensayo y ficción, que coincidían en señalar los miedos y los odios como causa o síntoma de la inseguridad a las que se ven avocadas las sociedades modernas.
Escogí “La sociedad del miedo” de Heinz Bude (Harder, 2017) porque trata de los miedos emergentes, intangibles y actuales que afectan a las sociedades y sus individuos. El autor analiza cómo el miedo a fracasar en las relaciones, el trabajo, la familia o la pareja está progresando en sociedades tan avanzadas y seguras como la alemana. El miedo al fracaso, la angustia y la ansiedad acaban generando resentimiento contra los demás, contra los que tenían unas expectativas que no podemos satisfacer, contra los que nos pueden desplazar del estatus social que ocupamos, contra los que no reconocen nuestros méritos o no los recompensan como nos merecemos. Aunque el libro se centra en “el pánico por el estatus de la clase media” en Alemania, su lectura es aplicable a muchos otros escenarios geográficos, de clase y de condición.
El miedo al fracaso de Bude pertenece a la categoría de miedos intangibles, donde el miedo a la pérdida de la identidad, el modo de vida o la esperanza son muy difíciles de cuantificar y comprender. Somos algo más capaces de medir el miedo frente a fenómenos concretos como la economía, el desempleo, el cambio climático, la inmigración, los ataques terroristas o la inseguridad ciudadana. Estas son algunas de las preocupaciones que los gobiernos incluyen en sus catálogos y agendas de seguridad y que sus análisis de riesgos miden para conocer cómo suben o bajan las preocupaciones, según aumenten o disminuyan los fenómenos causales que las provocan. Sin embargo, los miedos intangibles tienen una correlación menos definida, proceden de diversas fuentes, sus efectos son latentes y conocemos poco sus patrones de evolución. El miedo a estos miedos se alimenta del desconocimiento que tenemos sobre su alcance, intensidad y propagación, lo que nos lleva a sobrevalorar o minusvalorar su repercusión según los casos. Además, y al igual que ocurre con los miedos tangibles, una cosa es la identificación genérica de un riesgo colectivo y otra cosa, muy distinta, es la internalización de ese riesgo por los afectados. Así, la percepción de riesgos tangibles como el cambio climático, los cambios tecnológicos, el terrorismo o los desastres naturales se intenta medir mediante encuestas de opinión a las comunidades de expertos o a la opinión pública, pero sus resultados difieren en cuanto se les pregunta sobre cómo les afectan esos riesgos individualmente. Lo que creen que es un riesgo grave para su país, Europa o el mundo, puede no afectar a su vida cotidiana, sus miedos y sus odios.
Creía que la lectura posterior de “El juego del ángel” de Carlos Ruiz Zafón me iba a permitir pasar página sobre los miedos, tangibles o intangibles, nuevos o viejos de Bude. Todo lo contrario. Aunque se trata de una novela de ficción, y aunque sólo le dedica un párrafo, el autor explica cómo puede cambiar el comportamiento humano en función de sus miedos y odios. El miedo o los miedos de cada uno a perder su identidad, vida, condición o creencias libera un sentimiento que nos lleva a culpabilizar a los demás (el mal, la amenaza, siempre está en el otro). Sentirnos amenazados y víctimas nos convierte a nosotros en defensores (a ellos en agresores) y legitima nuestras creencias y acciones, por cuestionables que sean (envidia, codicia o resentimiento). El sentimiento de miedo retroalimenta nuestras convicciones y nos lleva a las puertas del odio. Como señala el autor: “el miedo es la pólvora y el odio es la mecha”.
Esta conexión entre miedos y odios resulta fascinante para los que analizamos la conflictividad interestatal o intraestatal porque añade un factor dinámico a los factores tradicionales de riesgo. Más allá de las fuentes o la tipología de miedo, la lectura desvela que las emociones y los sentimientos particulares son los responsables de la acumulación de resentimiento, desesperanza y frustración que existe tras el miedo. Una retroalimentación que nutre el victimismo, la búsqueda de culpables y la desconexión con toda realidad distinta de la del miedo propio.
Miedos y odios globales
Hasta ahora, los analistas de seguridad nos hemos fijado más en los factores de riesgo que en las dinámicas que generan. Sólo en los últimos años, y a raíz de las revoluciones de colores o las primaveras árabes se ha despertado –al menos en mi caso– el interés por las capas más profundas de la conflictividad social. Hasta ahora, hemos tratado de encontrar una causalidad directa y objetiva entre los factores más superficiales como los culturales, religiosos, económicos, demográficos o climatológicos, sin tener en cuenta fenómenos más profundos como los miedos y odios que producen, así como los síntomas, comportamientos y efectos que se derivan de ellos. Por ejemplo, y ante fenómenos tan desconcertantes como el terrorismo yihadista que causan tanto miedo en nuestras sociedades, tratamos desesperadamente de entender cómo pueden las personas normales llegar a perpetrar actos tan contrarios a la naturaleza humana. Para aliviar la incertidumbre, tratamos de atribuir su explicación a factores concretos como la integración o la marginación, la nacionalidad o el desarraigo, la desigualdad económica o la convicción religiosa, entre muchos otros que nos resultan más accesibles. Cuando tenemos una explicación (un martillo), todos los problemas comienzan se asocian a la misma explicación causal (se parecen a un clavo). Por ejemplo, nos han desconcertado fenómenos no esperados como el Brexit, el ascenso de los populismos o los resultados electorales inesperados de los últimos meses. Pero en lugar de buscar nuevas explicaciones conceptuales, hemos puesto el foco del análisis en relaciones causales más asequibles como la relación UE-Reino Unido, las declaraciones del Presidente Trump o los pronunciamientos xenófobos o nacionalistas. Son objetos más asequibles a nuestro análisis que los fenómenos profundos y estructurales, como la combinación miedo-odio de mis lecturas veraniegas, pero la especulación con ellos sólo aporta una comprensión superficial de las causas y respuestas de la inseguridad creciente que padecen individuos, grupos o sociedades.
Comparto con Ruiz Zafón y con Bude la importancia de conocer y tratar los miedos globales, colectivos e individuales que la globalización –en todas sus formas– producen sobre las sociedades modernas. Pero el foco debe ponerse en los mecanismos y dinámicas de desestabilización –como la del miedo-odio– en curso, en lugar de perder tanto tiempo en discutir sobre sus causas últimas. Siguiendo con el ejemplo del terrorismo yihadista, y a efectos de prevenir nuevos atentados, parece menos importante encontrar la causa última por la que atentan contra su vida y la nuestra que conocer cómo evoluciona la dinámica miedo-odio de su radicalización, ya que esto nos va a permitir identificar un patrón de comportamiento más comprehensivo y preventivo. Este análisis más dinámico nos permitiría también conocer cómo se pasa de los estadios iniciales, donde los miedos son racionales, a estadios posteriores donde los miedos son insuperables. Ya que los procesos sociales son hoy virales e irreversibles, cualquier intervención para evitar que los sentimientos de odio se traduzcan en acciones de odio debe anticiparse en el tiempo.
Al estudio de la conexión miedo-odio, hay que añadir el estudio de los aceleradores del odio, porque no todos los miedos desembocan necesariamente y de forma natural en fenómenos de odio. Existen agentes y relatos que aceleran la conversión de los miedos en actos de odio. Parafraseando a Ruiz Zafón, se necesita a alguien que prenda la mecha de la pólvora. La radicalización religiosa, xenófoba, nacionalista, populista o antisocial se acelera cuando existen agentes y relatos que aceleran la formación de miedos y los encaminan hacia actos de odio. Los actos terroristas, las revueltas sociales y políticas o la insurgencia, entre muchos otras, son demostraciones extremas de miedo y odio, por lo que la prevención de la radicalización debe dar prioridad a los métodos y medios de manipulación de los agentes radicalizadores. Resulta paradójico que quienes han inventado la sociedad de la información den por perdida la batalla de la comunicación estratégica frente a terroristas, ciberdelincuentes o populistas, y manifiesten su incapacidad para contrarrestar sus procedimientos de actuación. Mientras las acciones policiales ya se apoyan en la inteligencia para conocer las dinámicas y patrones de comportamiento de los agentes radicalizadores (intelligence-led), la acción política sigue todavía siendo reactiva y defensiva. Los nuevos miedos y odios precisan de liderazgo y mientras los radicalizadores y radicalizados buscan líderes providenciales que los abanderen, los líderes políticos y sociales desisten de asumir el liderazgo que precisan las sociedades y poblaciones en riesgo. Para consolarme, mis colegas me han recomendado un libro de Gabriel García Marquez que se titula “Crónica de una inseguridad muerte anunciada” o algo así. Lo leeré el próximo verano.