Desde comienzos de siglo se viene observando la importancia, cada vez mayor, que le dan los países a sus respectivas imágenes de marca para mejorar su reputación a nivel mundial, e intentar así (con mayor o menor éxito) incrementar no sólo su atractivo turístico cómo ya se venía haciendo con anterioridad mediante campañas publicitarias, sino también las inversiones, las exportaciones o el número de estudiantes internacionales, entre otras variables. Para ello, no se limitan a promocionar el país con un logo y un eslogan, sino que construyen una estrategia integral que además de elementos de identidad visual incluye una narrativa en torno a ideas y valores que les diferencian del resto. Dos buenos ejemplos al respecto los encontramos en Finlandia y Estonia.
Por un lado, las tres principales fortalezas sobre las que se construye la línea estratégica de marca del país escandinavo son el bienestar, el desarrollo sostenible, y muy especialmente la educación, gracias a lo cual ha conseguido trasladar al imaginario colectivo global una excelencia académica capaz de garantizar la igualdad de oportunidades. Por su parte, con el objetivo de desvincular su imagen del pasado soviético, la pequeña república báltica viene desarrollando desde su independencia una potente estrategia de marca que actualmente gira en torno al medio ambiente, la sociedad del conocimiento, y la digitalización del país, promoviendo que los extranjeros puedan obtener la residencia digital para llevar a cabo a distancia casi cualquier trámite (todos menos casarse, divorciarse o vender una casa).
A su vez, en los últimos años también estamos siendo testigos de un auge de las iniciativas de marca ciudad, que en algunos casos como Praga, Estambul o Viena están llegando incluso a ensombrecer a su propia marca país. No obstante, una de las primeras (y sin duda más exitosas) estrategias de marca urbana se llevó a cabo bastante antes de la generalización de este concepto. A mediados de la década de los 70, Nueva York era una ciudad sumida en una grave crisis económica y constantes episodios de violencia, por lo que para incentivar el turismo se ideó una campaña publicitaria basada en un sencillo logo. El icono, que inicialmente tenía una duración prevista de pocos meses, trascendió el propósito inicial y galvanizó en una poderosa idea de marca en torno al sentimiento de pertenencia a la ciudad, tanto de los visitantes como de los propios residentes, que cuatro décadas después se mantiene más vigente que nunca.
De hecho, la última edición del City Brand Index, elaborada en enero de 2020 por la consultora Ipsos, sitúa la marca neoyorquina en cuarta posición, tan sólo por detrás de Londres, Sídney y París.
Por su parte, aunque ninguna de las dos principales ciudades españolas se aúpa en el Top 10 de este índice, sí ostentan puestos relevantes: mientras Barcelona se coloca en el grupo del 11 al 20 (la fuente no indica la posición exacta), Madrid lo hace del 20 al 30. Y buena prueba del interés en consolidar sus respectivas posiciones, e incluso poder mejorarlas, es que ambas han renovado recientemente su relato de ciudad. Así, mientras Barcelona se declara «La ciudad de los proyectos vitales» poniendo el foco en cualidades tales como su apertura, singularidad, ambición o inconformismo, Madrid se define como «La ciudad de tu tiempo» para destacar ciertos atributos como su calidad de vida, carácter emprendedor o atractivo cultural.
En línea con esta tendencia, cabe prever que a lo largo de los próximos años estos nuevos actores de la globalización que son las ciudades continúen desarrollando sus marcas para, en un contexto post pandémico especialmente competitivo, optimizar su posicionamiento en favor de la atracción de riqueza y talento.
Imagen: Times Square en Nueva York. Foto: Jose Francisco Fernández Saura.