La guerra más larga jamás librada por EEUU acabará, en esta fase norteamericana y de la OTAN, con la retirada anunciada por Biden, el 11 de septiembre próximo, es decir, 20 años después del ataque de al-Qaeda a las Torres Gemelas y al Pentágono. Habiéndola perdido, porque la ha perdido. La guerra de hecho seguirá, pero sin EEUU y sus aliados; entrará en una nueva etapa y los talibanes no tienen más que esperar, que el fruto caerá maduro. Fue una guerra mal planteada. Osama Bin Laden y al-Qaeda perdieron aquel santuario, pero lograron escapar y reorganizarse de forma más descentralizada. A su líder sólo lo mataron fuerzas especiales estadounidenses en 2011. Pero también fue una ocupación mal pensada y diseñada, una entrada sin estrategia de salida. Todo en nombre de la “guerra contra el terrorismo”, yihadista, apoyada en el artículo 5 del Tratado de la OTAN, invocado por vez primera. ¿A qué se debió ese cúmulo de errores? El analista del Pentágono Thomas P. Ehrhard ha acuñado el concepto de la “patología de la victoria”.
A saber, el espíritu con el que EEUU se metió en esta guerra después de creer haber ganado –lo que sólo en parte fue realidad– la Guerra Fría contra la Unión Soviética. Esta se rompió y el sistema soviético se vino abajo, pero en Rusia no hubo revolución interna. Su liderazgo se ha vuelto más asertivo, entre otras razones por una serie de errores del enfoque Occidental, que tuvo ocasión de atraerla a un marco europeo y ahora se encuentra estratégicamente enfrentado a Rusia y a China a la vez. Esta patología se vio también alimentada por la fácil victoria en la Operación Tormenta del Desierto contra Saddam Husein tras la invasión iraquí de Kuwait en agosto de 1990, y en la guerra de Kosovo, llevada por EEUU con el mando a distancia, como se dijo entonces. El síndrome de Vietnam quedó sepultado. Esa patología llevó posteriormente al aún mayor error de la invasión de Irak en 2003. La cultura estratégica que se deriva de la patología está nutriendo parte de la política estadounidense frente a China. Si EEUU ganó la Guerra Fría, piensan muchos en círculos de Washington, también puede ganar esta competición. Es en esta cultura en la que se han formado muchos de los que mandan e influyen hoy allí. Pero es una situación bien distinta, en un mundo muy diferente. Esta es no es una nueva Guerra Fría, aunque algunos la vean así, sino una intensa competencia (con dosis de cooperación) que EEUU puede no perder, pero tampoco ganará, por lo que requiere gestión inteligente. Basta pensar en lo difícil que sería definir en qué consistiría “ganar a China”.
EEUU pagará un precio por la retirada de Afganistán, aunque probablemente menor del que pagaría por no hacerlo. Como señala Eliot Cohen, la “libertad estratégica” que logra Washington con esta salida tendrá un coste en términos de “reputación estratégica”. Es libertad estratégica ante todo frente a un incómodo Pakistán que se sitúa como el verdadero ganador. Ahora bien, la salida de Afganistán viene, ante todo, dictada por consideraciones de política interna del presidente Biden, aunque en esto no es tan distinto de Trump, que ya en la campaña de 2016 contra Hillary Clinton la había planteado.
También hay una cuestión de defensa de valores, ahora que se vuelve a hablar tanto de ellos. Con la ocupación, algunas cosas han mejorado en aquel país como la suerte y la educación de las mujeres. Pero ya en una entrevista televisada en enero del año pasado, antes de llegar a la Casa Blanca, Biden señaló que sentía tener “cero responsabilidades” por la suerte de las mujeres si los talibanes regresaban al poder tras la retirada estadounidense. Son propósitos similares a los mantenidos en 2009-2020, cuando, a la sazón como vicepresidente, según los diarios de Richard Holbrooke que llevaba este tema en el Departamento de Estado, afirmó que “no estamos allí para eso”. Y puede que tenga razón. Pero tendrá consecuencias y puede minar la credibilidad de EEUU a este respecto en otros frentes. También se verá en cómo EEUU y otros aliados tratan a todos esos afganos que han colaborado con ellos.
Esta larga acción militar ha costado la vida de más de dos millares de soldados estadounidenses –y de 102 militares españoles–, truncado la vida de un número impreciso de afganos pero que se cuenta en cientos de miles, por no hablar de los refugiados, a un coste para EEUU de 2,2 billones de dólares. En Washington mucha gente piensa desde hace tiempo que, en general, la guerra antiterrorista o contrainsurgencia –en ella se enmarcaba lo de Afganistán– ha resultado no sólo muy costosa en sí, sino que ha constituido una “distracción” a la hora de atender a otras prioridades, como China (y en menor medida Rusia), reto tapado por esa patología en la “siesta estratégica” de los 90 y principios de los 2000, cuando EEUU vivió el espejismo de su momento unipolar.
Ehrhard, que escribe desde la muy conservadora Heritage Foundation, cree que, debido a esa patología de la victoria, EEUU perdió su “capacidad de movilizar su poder intelectual para la competencia entre grandes potencias y, como condición previa necesaria, para realizar estudios profundos y estratégicamente enfocados de nuestros adversarios”. Algo que nos falta también en Europa. Pero desde hace un tiempo, con Trump y ahora con Biden, hay toque a rebato contra China en el mundo de la política exterior en Washington, incluidos los centros de reflexión, los think tanks, mientras Europa aún busca un camino propio, aunque siempre esté más próxima a EEUU. La patología de la victoria, pese a la guerra perdida de Afganistán, aún no se ha superado.
Por cierto, Afganistán tiene una frontera de 76 kilómetros con Xinjiang (China), con tres horas y media de diferencia horaria, la mayor del mundo para territorios contiguos. Dice mucho.