El pasado viernes 9 de enero el New York Times publicaba que el FBI y el Departamento de Justicia estadounidense han recomendado la imputación del general retirado y exdirector de la CIA, David H. Petraeus, acusándole de haber compartido información clasificada con quien fuera su biógrafa y amante –revelación por la que en 2012 tuvo que abandonar la dirección de la CIA–. La dimisión provocó una conmoción en su momento, y la presente situación resulta no menos impactante debido a su condición como uno de los militares de mayor relevancia de los últimos años –incluso se llegó a especular con una posible trayectoria política hacia la Casa Blanca–, tanto por el éxito de sus campañas como por sus aportaciones en la renovación de la doctrina militar estadounidense.
Antes de lograr sus cuatro estrellas de general y de ser destinado al mando de tropas en Mosul (Irak) en 2003, Petraeus fue un sobresaliente militar-académico, experto en contrainsurgencia e impulsor de una renovación académica en Westpoint. David Petraeus lideró, junto a otros académicos militares como John Nagl o David Kilcullen, el desarrollo de una prolífica argumentación en defensa de la inclusión de Ciencias Sociales y capacidades culturales en el currículo académico de los oficiales para entender el entorno operacional, pero manteniendo siempre como principal premisa la “protección y servicio a la población”.
Gracias a sus conocimientos académicos y a su experiencia en la gestión de Mosul, fue el principal promotor, junto al general James N. Mattis, del primer Manual de Contrainsurgencia en décadas: el FM 3-24, puesto en práctica a partir del año 2007 en Irak. En él, proponía un enfoque distinto a la estrategia inicial de “abrumadora superioridad militar” en pos de otro más amplio que tomara en consideración, para el planeamiento de las operaciones, la comprensión social, política, cultural y religiosa del entorno operacional –concepto que en el posterior FMI 3-24.2 se denominaría Cultural Awareness–, al mismo tiempo que enfatizaba la importancia de la colaboración entre las fuerzas militares y otros agentes y actores como la población local, los líderes tribales y religiosos y otras organizaciones y agencias internacionales, lo que con el tiempo se tradujo en el enfoque integral (Comprehensive Approach). Con ello, el ejército norteamericano reconocía que una operación meramente militar era contraproducente si no se llevaban a cabo otras actuaciones que incluyesen la colaboración con las fuerzas locales y su formación, la protección y atención de las necesidades de la población, el desarrollo de la economía y las infraestructuras, el empoderamiento de un gobierno central representativo, y la importancia del establecimiento de vínculos de confianza con líderes tribales y religiosos para contrarrestar la propaganda efectuada por el bando insurgente, creando a su vez una narrativa de victoria atractiva para el imaginario colectivo (“War for Hearts and Minds”).
Puso en práctica su forma de pensar en Irak cuando en 2007 dio la vuelta a una campaña militar hasta entonces desangrada por una violencia sectaria que se cobraba cientos de vidas civiles y militares cada día. De esta forma, el ejército estadounidense cambió su noción de enemigo, diferenciando a al-Qaeda de otras tribus sunníes que previamente consideraba enemigas. Mediante la negociación con éstas, logró la formación de todo un ejército de “Hijos de Irak”, 100.000 voluntarios que pasaron de enfrentarse contra los estadounidenses a combatir mano a mano con ellos en un fenómeno que se llamó “el Despertar de Anbar”. La estrategia requería una gran oleada (“surge”) de botas sobre el terreno y presupuesto, pero el consenso político favoreció su puesta en marcha. Los resultados fueron notables e inmediatos, reduciendo a la mitad el número de ataques y de forma drástica las muertes de civiles y militares, ganándose así el apoyo de amplios sectores de la población.
Los éxitos militares del general Petraeus en Irak le valieron su nombramiento como comandante del Mando Central de los Estados Unidos (US CENTCOM) en 2008, y comandante de la coalición internacional ISAF en Afganistán en 2010, donde puso en práctica, de nuevo, la estrategia que ya se conocía como “Doctrina Petraeus”. Sin embargo, los recursos humanos, logísticos y económicos que esta estrategia demandaba eran demasiado elevados para unos Estados Unidos sumidos en el epicentro de una profunda crisis económica, y los resultados positivos esperados requerían más tiempo del que un Obama “en retirada” de Irak y con fecha para hacer lo propio en Afganistán estaba dispuesto a esperar (y costear). La falta de resultados inmediatos en Afganistán llevó a cuestionar la efectividad de la doctrina de Petraeus y a sustituir su estrategia necesitada de tiempo, dinero y tropas por otra basada en operaciones especiales y drones. En abril de 2011, apenas un año después de comandar las fuerzas ISAF en Afganistán, Petraeus era nombrado director de la CIA, puesto al que se vio obligado a renunciar en noviembre de 2012 por la revelación de sus relaciones extramatrimoniales. Desde entonces, David Petraeus ha venido manteniendo un perfil bajo como profesor y conferenciante, ocupando puestos honoríficos como experto en materia de seguridad y ejerciendo como consultor para una firma privada de inversiones.
Lo insólito de la caída en desgracia de Petraeus radica en la notoriedad alcanzada por su figura, con una trayectoria militar intachable que llevó a encumbrarle hasta lo más alto de la administración de defensa norteamericana, hasta el momento en que sus demandas –de mayor compromiso presupuestario, logístico, temporal y humano– se hicieron incompatibles con la agenda política, contraria a extender en tiempo y recursos su periplo por Oriente Medio. Este punto de inflexión marcó el inicio de su distanciamiento de la Administración y una caída que le ha llevado a su actual perfil bajo y a un futuro incierto, pendiente de desenlace.