A tenor de las noticias más recientes sobre las acciones realizadas por Daesh en Ramadi (Irak) y Palmira (Siria), parecería que la victoria está de su lado y que finalmente logrará consolidar (y hasta ampliar) su delirante califato. Pero si nos retrotraemos a apenas unas semanas antes, tras las pérdidas que sufrió en Kobani (Siria) y Tikrit (Irak), cabría plantear una conclusión radicalmente distinta, aventurando su inminente derrota ante el empuje de la coalición de fuerzas que le está haciendo frente. ¿Hacia qué lado se está inclinando realmente la balanza?
Si el análisis va más allá del día a día, el pronóstico es claramente contrario a los intereses de Daesh. Recordemos que al-Qaeda, tras más de veinte años de violento empeño yihadista no ha logrado derribar a un solo gobierno en el mundo árabo-musulmán, ni controlar el territorio de un solo país (aunque haya mantenido temporales santuarios y campos de instrucción para sus militantes en algunos). Si hoy hay cuatro dictadores menos en el mundo árabe (Túnez, Egipto, Yemen y Libia) es debido fundamentalmente a la fuerza de movimientos ciudadanos que no siguieron las directrices que marcaba Osama Bin Laden, primero, y Ayman al Zawahiri, desde mayo de 2011. Salvo Túnez, ninguno de esos cuatro países está hoy en situación esperanzadora, pero esa es otra historia.
Del mismo modo, nada indica hoy que Daesh (a fin de cuentas, un grupo desgajado de la matriz al-Qaeda, con pretensiones de disputarle también el liderazgo del yihadismo global) pueda cumplir el sueño del autoproclamado califa Ibrahim. Y esto es así, en primer lugar, porque no tiene medios suficientes para conquistar más territorios y para controlar y gestionar la vida de quienes se encuentran actualmente bajo su férula. Desde hace meses se limita a un incesante ir y venir en el mismo marco geográfico que ya definió como propio en junio del pasado año. En ese tiempo ha sufrido serios reveses, no solo por el número de combatientes perdidos sino también por la destrucción de buena parte de los pozos petrolíferos que le servían como fuente de financiación. No cuentan tampoco con la complicidad de quienes habitan ese territorio sino, en todo caso, con la instrumental colaboración de actores locales (como algunos colectivos suníes) que mañana pueden cambiar nuevamente de bando si se les ofrece un botín más apetitoso.
En términos militares también el tiempo corre en contra de Daesh, dado que la relación de fuerzas es abrumadoramente favorable a sus enemigos. Con algo menos de 100.000 efectivos para controlar a una población escasamente entusiasta con su dictado, para contrarrestar las acciones aéreas de la coalición liderada por Estados Unidos y para luchar sobre el terreno contra las fuerzas armadas iraquíes, los peshmergas kurdos iraquíes y los kurdos sirios de las Unidades de Protección Popular, sin olvidar a otros grupos yihadistas y rebeldes, Daesh está condenada al fracaso en el campo de batalla.
Pero nada de eso impide que, en el corto plazo, se produzcan continuos altibajos. Por lo que respecta a Daesh, los principales reveses sufridos se deben a su carencia de sistemas de defensa antiaérea para responder a los ataques aéreos y a su incapacidad para mantener simultáneamente el control de algunas plazas conquistadas previamente y abrir nuevos frentes (necesarios para consumo interno y para su maquinaria de propaganda global). Como se ha visto ya en ocasiones anteriores, la toma de Palmira ha sido posible por la aportación de combatientes que han abandonado la zona de Alepo (lo que ha permitido a otros grupos armados recuperar allí algunas posiciones). En cuanto a quienes se le oponen, pérdidas como la ahora experimentada en Ramadi se explican por la contrastada inoperancia de la maquinaria militar iraquí -superada en la provincia de Anbar por la profusa utilización de coches bomba suicida y la activación de células durmientes en el interior de algunas localidades- y por la falta de acuerdo sólido entre Bagdad y Erbil. Las fuerzas armadas iraquíes son también incapaces de atender simultáneamente dos frentes (el del valle del Tigris y el del valle del Éufrates), de tal modo que cada vez que basculan sus fuerzas hacia uno de ellos, Daesh aprovecha el vacío generado en el otro. En Siria, por otra parte, Palmira no está todavía en manos de Daesh en su totalidad y las fuerzas del régimen mantienen sus posiciones en Deir el Zour (aunque dependan ya solo del suministro por vía aérea).
La diferencia principal entre los distintos contendientes es que resulta más previsible que finalmente Bagdad (y hasta Damasco) logre sumar más apoyos (reconocidos públicamente o no) de los que pueda lograr Daesh. Aunque sean apoyos tan inquietantes como las milicias chiíes que Bagdad está desplegando ya para retomar Ramadi (lo que prefigura escenarios de confrontación sectaria como los ya vividos en etapas anteriores) o aunque haya que “rascarse” aún más el bolsillo para atraer definitivamente a Erbil y a los líderes tribales suníes que hoy se muestran reacios a implicarse en la batalla.
Es obvio que así no se ganará la guerra, entendida como estabilidad y desarrollo para Irak y Siria. Pero también lo es que Daesh no logrará imponerse.