En el enrarecido ambiente internacional en el que nos movemos escribir sobre la reunión que han mantenido los días 24 y 25 la Unión Europea (UE) y la Liga Árabe es una tarea que corre el riesgo de no encontrar lectores interesados. Y eso es así porque no basta para atraer la atención mediática y ciudadana con que haya sido la primera cumbre en la historia que congrega a los jefes de Estado y de gobierno de ambas orillas del Mediterráneo. Tampoco resulta suficiente con que eso suponga la potencial presencia de los máximos mandatarios de 49 países (28 por parte comunitaria y 21 por parte árabe, dado que Siria está fuera desde finales de 2011). Lo que definitivamente pesa en su contra es que nadie esperaba ningún resultado significativo de la invitación que el golpista presidente egipcio, Abdelfatah al-Sisi, y el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, habían cursado a unos y otros.
Y no es que el orden del día no incluyera temas tan peliagudos como la gestión de los flujos migratorios, la lucha contra el terrorismo, el cambio climático o la búsqueda de soluciones para conflictos violentos como los que sufren Libia, Palestina, Siria y Yemen. Por eso, si hay que señalar una explicación al generalizado desinterés sobre lo ocurrido en el encuentro celebrado en el complejo turístico egipcio de Sharm el-Sheij, es inmediato recordar que la UE nos tiene demasiado acostumbrados a no lograr posiciones comunes (la que existe con el Brexit es una afortunada excepción) y a no implementar muchas de sus decisiones en política exterior, mientras que la Liga Árabe lleva décadas mostrando su más absoluta inoperancia en todos los terrenos.
Esto hace que, si finalmente la reunión acaba teniendo algún mínimo eco, sea para señalar que, por parte comunitaria, junto a sus homólogos letón y lituano, no ha asistido ni el presidente francés ni el jefe de gobierno español. Por parte árabe, y descontando ya a Siria desde el principio (aunque su reincorporación parece estar a la vuelta de la esquina), las ausencias más destacadas entre los ocho mandatarios que han rehusado la invitación cabe mencionar al presidente argelino (decrépito, pero a punto de renovar su mandato por quinta vez), al sudanés (enfrascado en su permanente toreo a la Corte Penal Internacional y en doblegar por la fuerza una enésima protesta ciudadana) y al qatarí (como una forma más de hacer visible su desencuentro con Riad). El contrapunto a estas ausencias ha venido precisamente de la mano del monarca saudí, respondiendo seguramente al interés comunitario por evitar una fotografía con el tan poderoso como controvertido príncipe heredero, Mohamed bin Salman.
En cuanto al contenido, el balance cosechado es muy magro. Y desgraciadamente era difícil imaginar que pudiera ser de otro modo, teniendo en cuenta los antecedentes y la divergencia de posiciones entre los participantes. Si ya hace mucho que nadie espera nada del Proceso de Barcelona: Unión por el Mediterráneo, que acaba de cumplir diez años de una andadura desdichadamente irrelevante, menos se podía hacerlo de una convocatoria que impulsa una UE débil y fragmentada y una Liga Árabe en cuyo seno son mucho más relevantes las discrepancias que los consensos. Aunque la iniciativa que arrancó en Barcelona en 1995 y se trató de reforzar en París, en 2008, no toma en consideración a todos los países árabes, sigue siendo el esquema de relaciones más ambicioso y más estructurado para lograr algún día un espacio euro-mediterráneo de paz y prosperidad compartido. Sin embargo, ni ante la crisis económica que estalló a escala mundial en 2008 ni tras el arranque de las mal llamadas “primaveras árabes” se ha hecho sentir su presencia en términos significativos. Por el contrario, la brecha de desigualdad no ha hecho más que aumentar y la inseguridad y la violencia se han generalizado aún más.
Y así hemos llegado hasta una cumbre que, por parte árabe, responde sobre todo al interés de Al-Sisi por reforzar su imagen y del resto de sus homólogos por recibir acríticos apoyos europeos a su peculiar manera de entender la estabilidad como erradicación de toda disidencia contra su autoritarismo, corrupción e ineficacia. Los dirigentes comunitarios, por su parte, lo que esperan de sus vecinos del sur y este del Mediterráneo es una colaboración más estrecha en el intento por filtrar a los desesperados que pretenden llegar a territorio de la Unión y por eliminar por cualquier vía la amenaza yihadista. Todo ello en un marco en el que Bruselas no termina de ofrecer una zanahoria lo suficientemente atractiva para vencer las reticencias de unos regímenes cada vez más deslegitimados a los ojos de sus propias poblaciones. Para salir del paso y evitar lo ocurrido en la reunión celebrada por los ministros de asuntos exteriores el 4 de febrero del pasado año, el encuentro ha logrado al menos acordar un comunicado final, relleno de lugares comunes y apelaciones desconectadas de la realidad por falta de voluntad política para pasar de las palabras a los hechos, y citarse nuevamente para 2022 en Bruselas.
Por supuesto, como ha declarado Jean-Claude Juncker, hay que hablar también con aquellos con los que se discrepa. Pero si las palabras empleadas son meros brindis al sol y si la estabilidad se sacraliza como valor absoluto, se logre como se logre, nadie podrá sorprenderse de que la cumbre pase sin pena ni gloria, a la espera de que algún día la Asociación Euro-Árabe sea algo más que un cascarón vacío.