La cumbre que acaba de terminar en Singapur entre Donald Trump y Kim Jong-un ha sido un gran éxito para sus dos protagonistas, que han incrementado sustancialmente su prestigio como hombres de Estado. Además, marca el inicio de un proceso diplomático que puede contribuir notablemente a la seguridad internacional, reforzando el régimen de no-proliferación nuclear y estabilizando la Península de Corea, y a la prosperidad de la península coreana.
Es necesario comenzar analizando los beneficios políticos internos que ambos mandatarios obtienen de esta cumbre y del proceso diplomático que acaba de anunciarse, porque son el motor que los impulsa. El presidente Trump ha intentado proyectar constantemente una imagen de gran negociador como uno de los principales activos de su presidencia. Sin embargo, por el momento, su gobierno se caracteriza más por abandonar acuerdos (el TPP o Acuerdo de Asociación Transpacífico, el Acuerdo de París sobre cambio climático, o el Acuerdo nuclear con Irán, entre otros) que por alcanzarlos. El programa nuclear y de misiles norcoreano le brinda una oportunidad de brillar en un escenario en el que han fracasado sus predecesores. De hecho, tras esta cumbre puede presentar avances en este campo de cara a las elecciones legislativas del próximo noviembre. Es más tanto si opta por mantener un proceso negociador abierto hasta las próximas elecciones presidenciales o si consigue alcanzar antes un acuerdo, esto le favorecería de cara a una hipotética reelección. Por su parte, el líder norcoreano logra un nivel de reconocimiento internacional sin precedentes en su país. Las fotos que aparecieron en la prensa norcoreana de su líder paseando bajo los flashes en Singapur y las imágenes que aparecerán mañana de su reunión con Trump le confieren una autoridad que era inimaginable cuando recibió con 28 años las riendas de su país.
Es más, ambos dirigentes regresan a casa con logros tangibles que mostrar. Trump muestra al mundo la voluntad de Kim Jong-un de trabajar por la completa desnuclearización de la península de Corea y consigue el cierre de un centro de ensayos de motores de misiles y la repatriación de los restos de los soldados norteamericanos enterrados en Corea del Norte. Asimismo, Trump ha vinculado explícitamente en la rueda de prensa posterior a su encuentro con Kim, tanto la liberación de tres ciudadanos estadounidense el pasado 9 de mayo como la demolición del centro de ensayos nucleares de Punggye-ri el 24 del mismo mes. Todo ello junto al mantenimiento del régimen internacional de sanciones y una moratoria en los ensayos nucleares y de misiles norcoreanos. Kim, por su parte, consigue el cese de las maniobras militares conjuntas entre Estados Unidos y Corea del Sur e involucrar a la Casa Blanca en un proceso de negociación transaccional. Trump se compromete en dicho proceso a trabajar por la normalización de las relaciones entre los dos países y por el establecimiento de un régimen de seguridad en la Península de Corea en el que se incluya a Pyongyang. Además, esta vía diplomática evita que se apliquen nuevas sanciones y crea un clima propicio para una interpretación más laxa de las sanciones vigentes.
Sin embargo, el lenguaje ambiguo de la declaración, como no podía ser de otra manera, evidencia que la parte más importante del trabajo está aún por hacer y que esta coyuntura de distensión puede revertirse rápidamente. Lo que hemos contemplado es un punto de partida, cuyos resultados finales son todavía inciertos, pero potencialmente muy beneficiosos para el conjunto de la comunidad internacional. La desnuclearización verificable, completa e irreversible de Corea del Norte supondría un fuerte espaldarazo para el régimen de no proliferación nuclear, que es uno de los pilares del sistema de seguridad internacional. La firma de un tratado de paz que pusiera fin a la Guerra de Corea y la normalización de relaciones entre Pyongyang y Washington mejorarían sustancialmente la seguridad de la zona y su desarrollo económico, pero llegar hasta ahí no va a ser fácil.
Aún dando por descontada la colaboración de otros actores clave como Corea del Sur y China, está por ver qué incentivos pueden persuadir a Kim Jong-un para renunciar completamente a un programa nuclear que le ha resultado tan costoso económicamente y en el que también ha invertido un enorme capital político. Hasta el momento su mayor logro, a ojo de los militares y de la población, ha sido convertir a su país en una potencia nuclear. De ahí que parezca necesario poner sobre la mesa algo más que las garantías de seguridad externas que estarían dispuestos a ofrecer Estados Unidos, China, y Rusia, si Pyongyang renuncia a su programa nuclear militar. Puede que el reconocimiento diplomático que Donald Trump está dispuesto a ofrecerle, normalizando las relaciones e invitándole a Estados Unidos y visitando Pyongyang si las negociaciones avanzaran positivamente, más las promesas internacionales de financiación sean suficientes. Pero sigue siendo muy posible que Kim no esté dispuesto a desnuclearizar su país si esto no se acompaña de un logro mayor para él, que lo situase a un nivel equiparable al de su abuelo. Un acuerdo de magnitudes históricas, como la reunificación con el sur en forma de confederación y/o la retirada de las tropas estadounidenses de la península coreana, haría mucho más factible que se pudieran alcanzar los objetivos que se han fijado en la Cumbre de Singapur.
Seamos pues moderadamente optimistas. La cumbre ha abierto un proceso diplomático que puede poner fin al último vestigio de la Guerra Fría y contribuir de manera sustantiva a la seguridad internacional y a la prosperidad de la península coreana, pero también puede quedar en nada. No sería la primera oportunidad perdida por estos dos países para encontrarse. Continuará.