La primera reunión con presencia física de los líderes del G7 tras el estallido de la pandemia ha querido presentarse, en primer lugar, como el regreso de Estados Unidos a la mesa multilateral de negociaciones, procurando hacer olvidar cuanto antes el nefasto paréntesis de Donald Trump. Además, aprovechando que la reunión era en suelo británico (Cornualles), el primer ministro británico ha querido mostrar al mundo la supuesta pujanza del Reino Unido post-Brexit, incluso soñando con transformar la tradicional “relación especial” con Washington (lo que supone un cierto sentido de subordinación) en una relación entre iguales; lo que demostraría el poder británico a escala global. Por último, los participantes han querido mostrar, por una parte, que han aprendido de la pasividad y los errores de la crisis de 2008 y, por otro, han intentado demostrar que las democracias son capaces y más efectivas que las dictaduras (con China y Rusia en mente) de responder a las necesidades del mundo de hoy, sin dejar a nadie atrás.
En el primer plano, el éxito parece asegurado. Joe Biden ha puesto todo de su parte, desplegando todos sus encantos para recuperar una sintonía que Washington necesita para hacer frente a Pekín y a Moscú, entendiendo que, a pesar de su poder, la tarea supera sus capacidades en solitario. Y lo mismo han hecho los demás participantes en el encuentro porque, tras la experiencia unilateralista de Trump, han comprendido que siguen necesitando a la potencia estadounidense en la defensa ante las amenazas que perciben en un mundo doblemente golpeado (por la crisis de 2008 y por la COVID-19) en el que chinos y rusos parecen cobrar ventaja a corto plazo.
En el segundo, Boris Johnson ha tratado de ocultar la reprimenda recibida por sus devaneos con algo tan delicado como el Acuerdo de Viernes Santo, haciendo pasar su cambio de postura, ahora aparentemente más conciliadora, por una reflexión propia. Lo que resulta en cualquier caso imposible, salvo para quienes quieran seguir viviendo en una realidad paralela, es continuar negando que Londres es el que más pierde con su salida del club comunitario, no solo frente a los Veintisiete, sino también frente a Washington. Lo que queda por ver es a quién cortejará EEUU como interlocutor privilegiado en un Viejo Continente que, en términos geopolíticos, teme verse relegado en la agenda estadounidense.
Es en el tercer campo en el que se han generado más titulares. Por una parte, se destaca el acuerdo para realizar una donación de 1.000 millones de vacunas para frenar la pandemia en países menos desarrollados. Pero, de inmediato, lo que se presenta en mayúsculas queda empequeñecido en cuanto se añade que la entrega (con unos 500 millones aportados por Washington y otros 100 por Londres) se completará a finales de 2022. Y peor aún es la imagen resultante cuando se compara con los 11.000 millones de dosis que la Organización Mundial de la Salud dice que son necesarios a corto plazo si se quiere lograr que el 60% de la población mundial esté vacunada a finales de este año. Por el camino ha quedado, mientras tanto, la idea de la suspensión de las patentes de las vacunas (promovida inicialmente por el propio Biden), ante las reticencias de Alemania y Reino Unido, donde están localizadas las sedes de importantes empresas farmacéuticas, reacias a esa medida.
Mejor fortuna ha tenido la propuesta (igualmente impulsada desde Washington) de establecer un suelo mínimo del 15% al impuesto de sociedades, pensando especialmente en la elusión fiscal de las grandes empresas tecnológicas. El acuerdo parece claro para unos gobiernos nacionales que necesitan mejorar sus ingresos para poder atender a las inmensas necesidades que plantea la salida de la actual crisis. Y en esa dinámica de creciente protagonismo del Estado en la economía nacional, los ambiciosos programas de ayuda y de estímulo que Biden está planteando en Estados Unidos son los más claramente necesitados de una mayor recaudación, no solo para crear empleo y mejorar las infraestructuras y los servicios públicos, sino, en el fondo, para evitar que el populismo que Trump representa pueda tener opciones de colocar a otro inquilino en la Casa Blanca aún más preocupante. En todo caso, la implementación del acuerdo no va a ser nada fácil, mientras no haya un acuerdo que implique a muchos más gobiernos.
Por último, el G7 ha querido asombrar al mundo con el anuncio del lanzamiento de una iniciativa denominada B3W (Build Back Better World – Construyamos un mundo mejor) para crear infraestructuras en decenas de países de renta baja y media. Con China y su macroproyecto de la Iniciativa de la Franja y de la Ruta en mente, el proyecto pretende movilizar una financiación que esté a la altura de las necesidades, que el propio G7 ha estimado en torno a los 14 billones de dólares hasta 2035, prometiendo tomar como referencias las normas internacionales tanto en términos medioambientales como laborales, y procurando no caer en la trampa de la deuda; todo ello tomando a China como contrapunto negativo. La clave, más allá de las dudas sobre la posición común con China –con Canadá, EEUU, Francia y Reino Unido en posiciones más duras y con Alemania e Italia más temerosas de desairar a Pekín– y el compromiso real sobre la financiación, se ha querido localizar en los valores. Los miembros de este exclusivo club –cada vez menos representativo del verdadero peso político y económico actual– pretenden demostrar que las democracias son más efectivas que las dictaduras, y están comprometidas con valores como la transparencia, la rendición de cuentas y el rechazo a la corrupción. Ojalá tengan suerte en el empeño.