En el terreno diplomático cobra especial importancia el juego del lenguaje y los signos, para aparentar una cosa mientras se trata de ocultar otra. Lo que no está claro a estas alturas es si quienes actúan de este modo todavía creen que realmente consiguen engañar a alguien. Y eso mismo cabe preguntarse nuevamente ante la reunión que el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, ha organizado el día 29 entre los jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea (UE) y el primer ministro turco Ahmet Davutoglu.
La maquinaria comunitaria ha presentado el encuentro en Bruselas (mediáticamente calificado como una cumbre informal) como una negociación, cuando se trataba simplemente de una escenificación, y como el reflejo del interés de los Veintiocho por acelerar el proceso de adhesión de Turquía a la Unión, cuando en realidad responde únicamente a la necesidad de hacer frente a la crisis de refugiados que se visibiliza a las puertas de la UE. En efecto, antes de un encuentro que se preveía breve (con la disculpa de facilitar el traslado de todos los participantes en un solo día, en medio de las sobredimensionadas medidas de seguridad adoptadas por las autoridades belgas) ya la canciller alemana, Angela Merkel, había viajado a Estambul para buscar la complicidad turca sobre lo que se pudiera alumbrar en la cumbre bruselense. De igual modo, se había reunido con los representantes de Suecia, Austria, Bélgica, Luxemburgo y Países Bajos para pactar el alcance de la oferta que se pudiera hacer a Ankara, procurando suavizar sus críticas con un gobierno que envía crecientes señales de preocupación en el campo de los derechos humanos y el respeto a las libertades propias de una democracia.
Como deja de manifiesto el esotérico proceso de negociación iniciado en 2005, Turquía siempre ha sido una molesta piedra en el zapato de la Unión. Aunque raramente de manera clara, son numerosos los argumentos que explican las reticencias comunitarias a aceptar a Turquía como uno más dentro del club. A lo largo de estos años ha quedado de manifiesto la falta de entusiasmo de la Unión para aceptar tanto la carga que supondría la integración del sector agrícola en la PAC, como la transferencia de fondos estructurales que absorbería un país con una renta per cápita notablemente inferior a la media comunitaria. En la misma línea ha quedado igualmente de manifiesto la crítica contra las carencias legales de la normativa turca en materia de derechos humanos, así como la inquietud por el hecho de que su adhesión pudiera significar la “invasión” de turcos instalándose en territorio de los demás países miembros, junto al hecho de que las fronteras de la Unión estarían físicamente tocando con países tan inestables como Irak, Siria o el Cáucaso. Menos visible, pero más importante, ha quedado ocultado el rechazo a admitir que Turquía -en función de las reglas que determinan el reparto del poder dentro de la Unión- se convertiría de inmediato (contando con una hipotética entrada en una década) en el país miembro con más peso en los procesos de toma de decisión comunitaria (sea en el Consejo Europeo, en la Comisión o en el Parlamento Europeo).
Si a todo eso se le suma una situación actual aún más inquietante -por el efecto acumulado de una economía estancada, un autoritarismo caudillista en alza, el recrudecimiento del conflicto interno con los kurdos (tras el fin de las negociaciones con el PKK y el asesinato (ayer mismo) del abogado kurdo Tahir Elçi), la presión antidemocrática contra los opositores, la detención de periodistas, el derribo del cazabombardero ruso y su inevitable implicación en el conflicto sirio-, cabe concluir que los Veintiocho no tienen deseo alguno de alimentar el europeísmo de los turcos.
Y, sin embargo, se ven ahora obligados a cortejarlos -tras años de haberse mostrado reticentes a avanzar en un proceso de negociación que solo ha logrado cerrar uno de los 35 capítulos de adhesión. La razón obvia es la necesidad de contar con la colaboración turca para frenar la presión migratoria (refugiados y emigrantes) que ha derivado en una crisis de proporciones considerables. Dicho llanamente, lo que se ha escenificado en Bruselas es la formalización de la subasta por la que la Unión espera lograr el compromiso de Ankara para que mejore su atención a los extranjeros que ya están en su territorio, persiga a las mafias que trafican con personas, readmita a los que la Unión no quiere recibir en su suelo y establezca filtros más potentes para eliminar (o, al menos, reducir) la corriente de desesperados que pretenden dirigirse hacia países comunitarios.
A cambio, Bruselas está dispuesta a poner sobre la mesa unos 3.000 millones de euros (todavía con la incertidumbre de si es una cantidad anual o bienal y de si es el precio final o un punto de partida), la liberalización de los visados para ciudadanos turcos que deseen entrar en el espacio Schengen (prevista, en todo caso, a partir de octubre del próximo año) y la apertura de nuevos capítulos de negociación en la adhesión turca a la UE (se habla de seis capítulos, incluyendo el de política económica y monetaria y hasta el de defensa).
A la vista de lo que ofrece Bruselas -y sin olvidar que ya en su momento se pagó a personajes como Gadaffi para que readmitiera a los que nosotros no queríamos aceptar, o de insistir en que la apertura de un nuevo capítulo no dice nada sobre la voluntad real de cerrarlo algún día-, ¿dónde quedan los valores y principios que nos definen?