Coinciden en el espacio de una semana cuatro aniversarios que tienen como elemento común el que no haya mucho que celebrar al recordarlos: un año de los atentados de Bruselas, un año del “acuerdo” UE-Turquía sobre refugiados, tres años de la anexión rusa de Crimea y sesenta años del Tratado de Roma.
- En una secuencia con numerosos precedentes y, desgraciadamente, con no menos gravosas secuelas lo ocurrido el 22 de marzo de 2016 en Bruselas muestra con claridad que el terrorismo yihadista sigue siendo una trágica realidad de nuestros días. En todo caso, visto con perspectiva, también muestra que seguimos atrapados en una visión cortoplacista que tiende, por un lado, a sobredimensionar su importancia para las sociedades europeas –en contra de unos datos que señalan insistentemente que no somos los principales objetivos de los terroristas– y, por otro, a reforzar las respuestas militaristas –a todas luces insuficientes para responder a amenazas de este tipo.
Así, mientras se atemoriza persistentemente a la ciudadanía y se recortan derechos y libertades básicos en todo Estado de derecho, se da alas al populismo xenófobo y se dejan sin atender las causas estructurales –sociales, políticas y económicas– que sirven de caldo de cultivo a los yihadistas para radicalizar y reclutar a nuevos adeptos. Por último, y a pesar de tantas ostentosas declaraciones en clave de “nunca más”, lo ocurrido no ha servido apenas para mejorar la imprescindible cooperación internacional entre fuerzas de seguridad, servicios de inteligencia, autoridades judiciales y responsables económicos para trabajar en común frente a una amenaza que nos afecta a todos y que nadie logrará atajar individualmente.
- Si ya la declaración (que no acuerdo) UE-Turquía, por la que los Veintiocho trataron de quitarse de encima el problema que les planteaba la oleada de refugiados llegando a sus puertas, fue un penoso ejemplo de dejación de responsabilidad, las recientes declaraciones de satisfacción con el balance cosechado en el año transcurrido desde entonces rayan en la desvergüenza. Afirmar que la declaración anunciada el 18 de marzo del pasado año (y el Plan de Acción Conjunto añadido en diciembre) fue una buena medida porque se ha conseguido reducir muy significativamente el número de desesperados que llegan a las costas comunitarias es tomar una vara de medida que opta deliberadamente por dejar fuera del cálculo cualquier otra variable que pueda emborronar el expediente.
Quienes así se han pronunciado en Bruselas parecen haber olvidado que la tragedia violenta sigue costando vidas en territorio sirio, provocando la desesperada huida de quienes están expuestos sin defensa a los violentos de todo signo. Siria sigue siendo un infierno para la mayoría de su población y, más que activar todas sus capacidades para ponerle fin, la Unión parece ya acomodada a la idea de que el régimen genocida de Bashar al-Assad es apenas un mal menor que conviene aceptar. También sus responsables tienden a olvidar que Turquía no es, a pesar de que formalmente así haya sido declarado por la UE, un país seguro para los casi tres millones de refugiados sirios que alberga en su territorio. Lo mismo cabe decir con respecto a la situación de los alrededor de 60.000 que se encuentran desde hace más de un año deambulando por Grecia y de los 25.000 que han llegado a las islas griegas desde marzo del pasado año. Frente al insostenible discurso comunitario –que se atreve a asegurar que la declaración se planteó como “una alternativa a arriesgar sus vidas”– conviene leer el reciente informe de Médicos Sin Fronteras (“Un año del acuerdo UE-Turquía: cuestionando los hechos alternativos de la UE”) para hacerse una idea de la situación en la que se encuentran los refugiados sirios.
- No solo Crimea lleva ya tres años bajo control ruso, sino que la región oriental del Donbas ucranio sigue sometida a un ejercicio de injerencia en el que Moscú es un consumado maestro, tras la experiencia acumulada en Osetia del Sur, Absajia y Transnistria. Mientras que Ucrania es un asunto de interés vital para Rusia, y por lo que no cabe imaginar que vaya a renunciar a su control, tanto para Washington como para los Veintiocho apenas ha sido durante un tiempo una manera de incordiar al Kremlin, procurando aprovechar una coyuntura favorable para debilitarlo un poco más. Pero, una vez que Moscú dio un golpe en la mesa, desde el 18 de marzo de 2016 ha quedado claro que ni la OTAN ni la UE están dispuestas a chocar directamente con una Rusia que aspira a contar nuevamente con una zona de influencia directa tanto en la Europa Oriental como en el Asia Central.
Hoy, cuando todo indica que Washington está explorando la conveniencia de una concesión de esa naturaleza a cambio de alguna contrapartida aún por desvelar, la Unión ha quedado nuevamente relegada a un papel secundario, como resultado de su propia debilidad política y su inocultable fragmentación interna.
- Tanto por lo expuesto anteriormente como por el ensimismamiento que atenaza a los Veintiocho desde el estallido de la crisis institucional (bloqueo del Tratado Constitucional, 2005) y de la crisis económica (Gran recesión, 2008) quedan pocas razones para celebrar el 22 de marzo el sexagésimo aniversario del Tratado de Roma. Aun así, resulta conveniente recordar que gracias a aquel acuerdo se logró crear una criatura imperfecta todavía, pero muy necesaria –que ha logrado eliminar la guerra como instrumento de solución de conflictos entre sus miembros. En el camino recorrido no solo se ha conseguido crear un mercado común, una moneda común (que no única) y algunas políticas comunes sino también convertirlo en el actor mejor equipado –tanto en el ámbito social, político, diplomático y económico como en el de la seguridad– para hacer frente a los desafíos y amenazas multilaterales y multidimensionales del mundo globalizado de nuestros días.
Lo que falta, y nada indica que su aparición sea inminente, es la indispensable voluntad política para dotarse de una voz única y completar lo que resta del camino para convertirse en una verdadera unión política. La UE está inmersa hoy en una crisis existencial –agravada aún más, si cabe, por el Brexit–, que puede rematar fatalmente si los procesos electorales de este mismo año en Francia y Alemania terminan por aupar a los euroescépticos al poder. Y aunque esto último no suceda, el suicida “sálvese quien pueda” en el que están metidos los gobiernos nacionales de los países miembros –que incluye el insensato recurso de culpar a Bruselas de todos los males que nos aquejan– puede acabar por arruinar cualquier posible sueño comunitario.