En mitad de tantos y tan graves acontecimientos registrados en el mundo árabo-musulmán, la ausencia de noticias sobre el conflicto israelo-palestino podría dar a entender que, en la práctica, nada relevante está ocurriendo en Palestina. Y, sin embargo, en cuanto se ahonda mínimamente más allá de ese aparente impasse, lo que se percibe es que:
- La violencia es una realidad diaria. La que se conoce impropiamente como la “Intifada de los cuchillos”, iniciada en octubre pasado, ya ha producido la muerte de algo más de 170 palestinos y de 30 israelíes (la mitad de los registrados en el mismo periodo durante la segunda Intifada). Más allá del belicista discurso que algunos intentan propagar, hasta las fuentes de seguridad israelíes han reconocido que esa violencia no está organizada ni liderada por ningún grupo o institución, sino que responde a la desesperación radicalizada de individuos aislados. Aun así, y sin querer reconocer los efectos acumulados de una ocupación que supone un ejercicio diario de humillación, castigo y conculcación de derechos básicos de los palestinos del Territorio Ocupado Palestino, lo ocurrido le sirve a Tel Aviv para reforzar su política de hechos consumados orientada a lograr el control de toda Palestina y evitar, por tanto, que algún día exista un Estado palestino soberano.
- El diálogo político está bloqueado desde abril de 2014. No solo no hay contactos políticos directos entre ambas partes, sino que tampoco se detecta movimiento apreciable alguno entre los actores externos más relevantes para reconducir el desencuentro –ocupados preferentemente en atender otros focos de conflicto regionales, con Siria en primer lugar. En las condiciones actuales- con Estados Unidos metido ya en un proceso electoral que supone una parálisis en la búsqueda de una solución real del conflicto –ni los esfuerzos del vicepresidente estadounidense en su enésima visita a la zona, ni la propuesta francesa de impulsar una nueva conferencia internacional tienen la más mínima posibilidad de salir adelante.
- Mientras tanto, los gobernantes israelíes creen, equivocadamente, que así pueden lograr el dominio efectivo de toda Palestina, cuando después de seis guerras y dos Intifadas ya deberían haber entendido que esa actitud solo erosiona sus propios fundamentos éticos y le augura más problemas con sus vecinos. A pesar de ello, se mantiene el bloqueo por tierra, mar y aire a Gaza, así como los castigos colectivos y la ampliación de asentamientos –violando la ley internacional– y las operaciones de busca y captura de palestinos que puedan estar conectados de algún modo con la violencia. Para que esto último sea posible, Israel cuenta con la interesada colaboración de la Autoridad Palestina (AP), a través del mecanismo de coordinación entre sus fuerzas de seguridad y servicios de inteligencia. A Israel le interesa eliminar posibles amenazas a su seguridad inmediata y a la AP evitar que Hamas pueda consolidar su posición en Cisjordania. Pero esta coordinación ni le garantiza a Israel su seguridad –ahí está el balance de violencia cotidiano para demostrarlo–, ni mucho menos le sirve a la AP para frenar a Hamas, sino, por el contrario, para recibir aún mayores críticas de una población ocupada que ve a sus gobernantes no solo como corruptos y deslegitimados sino como fieles servidores de sus propios ocupantes.
En estas condiciones, cuando se constata que los Acuerdos de Oslo ni han permitido mejorar el nivel de bienestar de los palestinos ni acercarlos a su sueño de contar con un Estado, no puede extrañar que el 67% de la población ocupada prefiera la violencia a la negociación como mejor método para forzar la voluntad de Israel. Para la mayoría de los palestinos, la AP ha llegado a su punto máximo de descrédito, sin que confíen en que en algún momento se ponga en marcha el acuerdo para crear un gobierno de unidad, ni tampoco en que vaya a haber elecciones (presidenciales y legislativas) a corto plazo.
Del mismo modo, entienden que el intento de la AP de internacionalizar el conflicto –con pasos como su empeño para convertirse en Estado observador no miembro de la ONU y para ingresar en la Corte Penal Internacional– no ha rendido fruto visible alguno. Tampoco, más allá de las previsibles protestas israelíes, las restricciones impuestas por Bruselas a los productos fabricados en los asentamientos, la campaña BDS o el reconocimiento de Palestina como Estado por parte de diferentes gobiernos y parlamentos parecen suficientes para modificar el rumbo de quien se ha envuelto en un preocupante discurso que le hace verse como asediado frente a todos. No al menos, mientras siga sintiéndose respaldado por Washington, contando con que cabe suponer que Obama no va a quemar sus últimos cartuchos en un asunto del que no ha obtenido resultado alguno y viendo que todos los candidatos relevantes a la presidencia compiten entre sí para hacerse más merecedores de las simpatías de Tel Aviv.
Todo eso le permite a Benjamin Netanyahu mantener su rumbo, persiguiendo a los diputados árabe-israelíes como si fuesen parte de una “quinta columna” y a las ONG que reciben financiación extranjera. Cuenta con que, por un lado, Mahmud Abbas no cumplirá su amenaza de desmantelar la AP (obligando a Israel a asumir sus obligaciones como ocupante, pero también perdiendo su única plataforma de mínimo poder), que Hamas no está en condiciones de crear ahora serios problemas y, por último, que nadie podrá forzarlo a volver a la mesa de negociaciones. Y así, la idea de dos Estados se va diluyendo entre la indiferencia general.