A pesar de los avances en materia de igualdad, protección y promoción de los derechos y libertades de las mujeres, la discriminación sigue marcando la vida de la población femenina, sobre todo en lo que respecta a la violencia de género y la brecha económica. En este contexto, una realidad que pasa totalmente desapercibida es la de las mujeres reclusas. ¿Influyen los estereotipos de género en la percepción que tiene la sociedad de la mujer delincuente y en la atención penitenciaria que reciben? Esa parece ser la tendencia global en los sistemas penitenciarios, en los cuales las infractoras soportan un doble estigma: en primer lugar, como mujeres y, en segundo, como presas, experimentando una mayor discriminación que los hombres desde su encarcelamiento hasta su reinserción en la sociedad.
Tradicionalmente, la delincuencia femenina y las reclusas han recibido muy poca atención por parte de la investigación sociológica y criminológica. Además, la existente ha estado marcada por sesgos de diverso tipo hasta entrado el siglo XX, relegando a las mujeres delincuentes a tres roles básicos: víctima, persona subyugada por el hombre o “ser anormal”. La introducción de teorías feministas y el incremento mundial de, al menos, un 53% de las mujeres internas en centros penitenciarios desde el año 2000, en sintonía con su mayor presencia y participación en la sociedad, ha permitido examinar con más profundidad este tema, identificando las necesidades y carencias específicas de la población femenina a la que nos referimos. No obstante, en la práctica, no se han llevado a cabo las medidas necesarias para hacer frente a esta realidad, debido principalmente a que el número de reclusas es relativamente residual –en la actualidad constituyen entre el 2% y el 9% de la población penitenciaria mundial– y que las mujeres todavía atraviesan una situación de desigualdad en la sociedad.
Una primera muestra de lo antedicho es la existencia de una vinculación entre la victimización social de la mujer y la comisión del delito, especialmente relacionada con la violencia de género y el escaso acceso laboral. Tal y como indica Naciones Unidas en las “Reglas para el tratamiento de las reclusas y medidas no privativas de libertad para las mujeres delincuentes”, más de la mitad de las internas ha sido víctima de maltrato por razón de género antes de ser encarceladas. Además, se detecta que la mayoría de las mujeres proceden de un entorno socioeconómico de vulnerabilidad o en riesgo de exclusión y con altas tasas de desempleo. Esto ofrece una explicación de por qué las conductas delictivas más habituales entre ellas suelen ser de tipo económico (delitos contra el patrimonio, la propiedad o la salud pública), mientras que los delitos de sangre son una rareza.
Por otra parte, la ejecución de la pena privativa de libertad también se ve afectada por razón de género, hasta el punto de que, en cierta medida, la mujer experimenta una doble condena. En general, el sistema penitenciario ha sido elaborado en base a una concepción androcéntrica, lo que conlleva a que sean muy pocas las instituciones penitenciarias a escala global capaces de proporcionar condiciones adecuadas e igualitarias para las mujeres, tanto en relación a la disposición de espacios como al cuidado sanitario o las medidas tratamentales. En cuanto a las infraestructuras, hay una escasez de cárceles exclusivamente femeninas, lo que las obliga a cumplir condena alejadas de su entorno inmediato afectivo, o a vivir en módulos separados de prisiones masculinas que, en términos generales, están dotados de reducido espacio y carecen de actividades específicas para ellas.
Además, en las cárceles se tiende a reafirmar el rol estereotipado asignado socioculturalmente a las mujeres. Por un lado, acostumbran a ser sancionadas en mayor medida que los hombres por la idea preconcebida de la “docilidad femenina”, lo que perjudica su acceso a los permisos de salida o al tercer grado. Así, la mayoría de los programas están dirigidos a proteger su condición de madres, pero no a fomentar su autonomía mediante una especialización laboral, una actividad física cotidiana y su desarrollo cultural, todos ellos aspectos más comunes en sus homólogos masculinos. Por otro lado, las actividades ocupacionales suelen estar asociadas a las tareas domésticas (cocina, lavandería y limpieza), trabajos notoriamente menos cualificados y peor retribuidos tanto en la cárcel como en libertad. A esto se une el rechazo social por no haber cumplido con el rol que se esperaba de ella (exclusivamente el de mujer, madre y principal responsable de la familia) en base a los citados estereotipos. Los factores mencionados contribuyen a que la reinserción social posterior presente una mayor dificultad para las mujeres, aumentando el riesgo de reincidencia.
Como hemos visto, el caso de las mujeres infractoras es una muestra más de la permanencia de la desigualdad de género todavía existente en pleno siglo XXI, a la que se le añade como agravante el desconocimiento social de esta problemática. Aun siendo conscientes de las diferencias socioculturales y de capacidades de cada país, tanto los estados que más esfuerzos han realizado para responder a las necesidades de las reclusas como los que todavía no han abordado esta cuestión, deberían reexaminar las políticas sociales y medidas penitenciarias con un prisma no sesgado y en perspectiva de género. Desde un punto de vista sociológico, es importante continuar estrechando la brecha salarial y fomentar el acceso a la educación y al mercado laboral a las personas con menos recursos, contribuyendo a reducir la vinculación pobreza-criminalidad. Por lo que respecta al entorno penitenciario, sería necesario respetar el principio de proximidad al entorno familiar de las mujeres, lo que se podría traducir en la construcción de unidades penitenciarias específicas donde reubicarlas, cualquiera que sea su régimen penitenciario. En el caso de mujeres embarazadas o con hijos de corta edad, podría permitírseles cumplir la condena en arresto domiciliario, tal y como ya ocurre en Italia. Finalmente, sería oportuno trabajar en el desarrollo personal de las mujeres más allá de la dimensión que se les atribuye como cuidadora del hogar, haciendo un ejercicio de mediación familiar cuando sea posible tanto para conseguir el mínimo deterioro posible de los lazos afectivos existentes entre las presas y sus familiares como para posibilitar a las internas la intervención en la reestructuración de su entorno familiar y, por último, asegurar un mínimo de puestos en todos los trabajos y actividades disponibles en la cárcel, emitiendo certificados de oficialidad para así facilitar su futura reinserción laboral.