No es precisamente credibilidad lo que más le sobra a la Unión Europea (UE) y la pandemia del COVID-19 puede ser la puntilla para despilfarrar la que aún le queda o, como sería deseable, para remontar a los ojos de una ciudadanía de 460 millones de personas que esperan angustiadas a que demuestre su utilidad frente a un riesgo de este calibre.
En lo que llevamos de siglo la UE ha acumulado más sombras que luces. Entre las segundas tan solo cabe destacar la unidad demostrada ante Londres en la suicida salida británica del club comunitario (a la espera de lo que ocurra en la negociación de la relación futura). Pero entre las primeras es imposible ocultar tanto el efecto pernicioso de la postura adoptada tras el 11-S (“nueva y vieja Europa”, ampliando aún más la brecha entre europeístas y atlantistas), como el derivado de la crisis económica que estalló en 2008 (salvando a unos pocos y dejando atrás a muchos más, con el consiguiente impulso a unas opciones populistas que ponen abiertamente en cuestión el proyecto comunitario) y, más recientemente, con la vergonzosa, insolidaria e ineficaz respuesta dada en 2015-16 a los millones de desesperados que llamaban a las puertas del club más exclusivo del planeta (repetida desgraciadamente ahora mismo a las puertas de Grecia).
Si a eso se une la irresponsable tendencia de los gobiernos nacionales a presentar a Bruselas como “la bruja del cuento” ante sus respetivas opiniones públicas –culpándola simultáneamente de inoperante y de imponer medidas impopulares, a su conveniencia–, se hace aún más difícil ya no solo contrarrestar el auge del antieuropeísmo y euroescepticismo sino, mucho más, alimentar el necesario apoyo ciudadano para completar el camino pendiente para llegar a convertirse realmente algún día en un actor de envergadura mundial. Y así resulta cada vez más difícil dar contenido a ambiciosas proclamas, como la autonomía estratégica que se menciona en la Estrategia Global de 2016, o lograr la verdadera unión política.
Por eso ahora, cuando la Unión se ha convertido en el foco principal de la pandemia (con China y Corea del Sur en aparente rumbo de salida), resulta aún más relevante estar a la altura de las circunstancias. El coronavirus no conoce fronteras, religiones, etnias ni nacionalidades. Nos afecta a todos por igual y las capacidades nacionales no resultan suficientes para hacerle frente; menos aún si, como ya está ocurriendo en algunos casos, las estrategias de respuesta llegan incluso –como acaban de decidir Grecia, Alemania y algunos otros– al cierre de fronteras. Dicho en pocas palabras: nos la jugamos. Nos jugamos nuestra salud, nuestro bienestar económico, nuestra estabilidad política y la unidad de la Unión.
Y por eso decepciona sin paliativos lo que hasta ahora han llegado a hacer los Veintisiete. La reunión del Consejo de Ministros de Sanidad, celebrada el pasado 6 de marzo, no sirvió ni siquiera para contrarrestar la primera reacción francesa y alemana, vetando la exportación de mascarillas y material médico a otros países de la Unión, mientras ya en Italia la expansión estaba poniendo a prueba a su sistema sanitario (una medida que finalmente ambos retiraron el día 13). Tampoco fue mucho mejor el balance de la reunión (por videoconferencia) del Consejo Europeo, celebrada el día 10, con anuncios de escasa concreción operativa y llamadas a la coordinación igualmente difusas. En el terreno sanitario no se han llegado a establecer directrices operativas para coordinar la respuesta, fijando medidas comunes sobre pruebas a realizar a los posibles contagiados, modalidades de cuarentena y de distancia social para, como elemento prioritario, “aplastar la curva” (es decir, reducir la expansión para no colapsar los sistemas sanitarios). Tampoco se han adoptado decisiones que garanticen el suministro de material dónde sea necesario y aseguren el funcionamiento de los sistemas sanitarios.
Asimismo, en el terreno económico nadie puede creer que con los 25.000 millones de euros de fondos estructurales no empleados hasta ahora se va a poder salir del paso; mientras el Banco Central Europeo ha enviado un mensaje escasamente tranquilizador. Nada se sabe a estas horas de medidas que aseguren la garantía de suministros de bienes para cubrir las necesidades de los consumidores y la actividad del tejido productivo, cuando se ya se hace bien visible la disrupción de las cadenas de producción (derivada en buena parte del impacto de la crisis en China, la fábrica del mundo). Vivimos ya sumidos en una crisis de oferta (con trabajadores y empresas noqueados profundamente) y de demanda (con los consumidores encerrados en sus domicilios, reduciendo su gasto tanto por voluntad propia como forzados por las circunstancias), sin olvidar la financiera (como bien está mostrando el descalabro de las bolsas, ¿quién se atreve a invertir ahora mismo?). En resumen, en un nuevo giro hacia posiciones ultranacionalistas, la recesión está a la vuelta de la esquina y no vale decir que la pandemia ha sido sobrevenida, cuando ya desde finales de 2019 se hizo presente en China. Si la UE, que cada vez necesitamos más, no da un paso al frente, las consecuencias van a ser aún más dramáticas. ¿Cuánto más podemos seguir esperando?