Desde el final de la Guerra Fría y el desmembramiento de la Unión Soviética, la OTAN ha buscado un interés de seguridad común que mantuviera unidos a sus países miembros. Un camino nada fácil por las diferentes percepciones de los gobiernos de los riegos y amenazas de cada momento, por la fina línea entre los asuntos domésticos y externos, por los dilemas sobre la seguridad o por lo que significaba una situación límite o no. El terrorismo fue y continúa siendo uno de los frentes comunes, con la dificultad añadida de que es intermitente en el tiempo; el resurgimiento de la amenaza convencional rusa preocupa a los países de Europa Oriental, mientras que los países de Europa meridional miran su frontera sur; y en el caso del ascenso de China en el actual marco de competición entre grandes potencias, los esfuerzos por parte de la OTAN han sido imprecisos.
“La universalidad del coronavirus hace que la OTAN deba defender a los 30 como si fueran uno solo, pasando del “uno para todos y todos para uno” al “todos para todos”, algo completamente nuevo”.
Mientras la Alianza buscaba el equilibrio entre las diferentes percepciones, preocupaciones y compromisos de los aliados –sin olvidar las divisiones políticas internas– la pandemia del COVID-19 se ha presentado como una amenaza a la seguridad y la prosperidad económica de la totalidad de los países miembros, sin discriminar como incluso hacen los desastres naturales. Esta vez no se trata de uno o unos pocos países mientras que el resto –los no afectados– van en su ayuda. La universalidad del coronavirus hace que la OTAN deba defender a los 30 como si fueran uno solo, pasando del “uno para todos y todos para uno” al “todos para todos”, algo completamente nuevo. Es una amenaza que, además, ya se ha mostrado más destructiva que cualquier otro acto deliberado de agresión. La respuesta de la OTAN no puede ser la represalia –el enemigo es invisible– sino la asistencia y el apoyo a la recuperación. Esta vez debe dar seguridad desde dentro y no desde fuera.
¿Qué ha hecho la OTAN?
Si bien desde hace unos años hay conciencia de las implicaciones para la seguridad de un brote de enfermedad, ya sea de origen natural o intencionado, las pandemias nunca han figurado en la lista de los retos emergentes de la OTAN ni tampoco aparecen mencionadas en los varios conceptos estratégicos que se han desarrollado desde el final de la Guerra Fría (afortunadamente, algunos países lo abordan en sus documentos de estrategia de seguridad y defensa nacionales). Las nuevas amenazas identificadas hasta ahora por la OTAN tenían más que ver con los ciberataques, con la seguridad energética, con las guerras híbridas, con la Inteligencia Artificial y con los misiles supersónicos. El adversario atacaba desde la sombra, con tácticas para dividir y desestabilizar, y abusando de las nuevas tecnologías para socavar el modo de vida de los aliados. La seguridad colectiva ya no estaba centrada en la protección de las fronteras exteriores, sino que se iba reinterpretando como la solidaridad para apoyar el orden interno y la resiliencia. Recientemente también se había prestado algo más de atención a las implicaciones para la seguridad del cambio climático, principalmente como multiplicador de las amenazas al incrementar los efectos nocivos sobre el desarrollo y seguridad de las poblaciones. Fue la respuesta armada al tsunami en el sudeste asiático en 2004, al huracán Katrina en 2005 y al terremoto de Haití en 2010 donde el papel del sector militar en la salud global ganó visibilidad. Sin embargo, la pandemia cogió a la Alianza con la guardia cambiada.
Desde el primer momento, los esfuerzos de la OTAN frente al COVID-19 se han centrado en la seguridad del personal para lograr el objetivo principal de no ver mermada su capacidad operativa y mantener su postura de disuasión y defensa. Al mismo tiempo, la Alianza ha respondido a la solicitud de ayuda tanto de aliados como de socios a través de la Euro-Atlantic Disaster Response Coordination Centre (EADRCC), principal mecanismo de respuesta a emergencias civiles de la organización.
Debido a que la OTAN no dispone de existencias propias de suministros médicos –que corresponde a las naciones–, la EADRCC ha coordinado las peticiones y ofertas de asistencia de manera rápida, poniendo en contacto a proveedores y solicitantes. Cinco aliados y cinco socios han solicitado hasta ahora asistencia: Ucrania, España, Montenegro, Italia, Albania, Norte de Macedonia, Moldavia, Bosnia y Herzegovina, Georgia y Colombia (por orden de petición). La ayuda les ha ido llegando gracias al apoyo de los activos nacionales pero también a la activación de dos mecanismos de apoyo para el transporte aéreo –la Strategic Airlift Capability (SAC) y los Strategic Airlift International Solutions (SALIS)– y a la activación de la iniciativa Rapid Air Mobility (RAM), posible gracias a la cooperación entre OTAN y EUROCONTROL, que simplifica los procedimientos de los vuelos.
Así, la República Checa y Turquía enviaron ayuda a España e Italia; Alemania envió ventiladores a España y trasladó a sus hospitales a pacientes italianos y franceses; doctores polacos y albaneses volaron en apoyo de sus colegas italianos; la República Checa, Eslovaquia y Rumanía importaron suministros de China y Corea del Sur; y EEUU envió suministros médicos a los hospitales del norte de Italia, país que ha recibido también ayuda de Polonia. La NATO Support and Procurement Agency (NSPA), que gestiona el programa SALIS, dio apoyo logístico a Luxemburgo –país que a su vez envió ayuda a España– para incrementar su capacidad hospitalaria con hospitales de campaña, y en Italia coopera con una start-up local para disponer de impresoras 3D que produzcan respiradores y máscaras.
Por último, hay otro instrumento de la OTAN que debería jugar un papel en esta crisis pero que permanece en silencio, que es el denominado Comité de Planes Civiles de Emergencia (CEPC, por sus siglas en inglés). Se trata de un órgano consultivo sobre la protección de la población civil en caso de crisis, que supervisa y evalúa el impacto de dichas crisis en los países y facilita el intercambio de información relativa a las posibilidades y recursos de los Estados miembros para dar una respuesta más eficaz.
“(…) el secretario general de la OTAN insiste en que no debe eclipsar por completo las actividades que venía realizando la organización porque los problemas estratégicos presentes cuando se desató el virus no han desparecido”.
La OTAN ha respondido a la pandemia del COVID-19 a pesar de algunas dudas iniciales sobre la solidaridad aliada tras el acaparamiento de equipos y suministros médicos por parte de algunos países europeos. Con la pregunta de si la OTAN podía hacer aún más –sobre todo porque cuenta con una fantástica infraestructura militar de mando y control que garantiza un mínimo de coherencia logística y operacional de los países miembros–, el 2 de abril los ministros de Asuntos Exteriores de la organización se reunieron por videoconferencia. En dicha reunión se decidió organizar de forma más estructurada la ayuda, nombrando para ello al comandante supremo aliado (SACEUR, por sus siglas en inglés), el general Tod D. Wolters, que a partir de ahora coordina el apoyo militar para acelerar e incrementar la asistencia. Para ello, deberá identificar con mayor precisión la capacidad de transporte aéreo, coordinar los excesos de stocks y combinar eficientemente las peticiones de ayuda con las ofertas de aliados y socios. La singularidad de esta crisis, que no discrimina países, no exime a la OTAN de prestar más atención a aquellos países que puedan estar peor preparados para hacer frente a ella, ya sea por la carencia de ciertas infraestructuras o por tener sistemas sanitarios débiles y que por tanto necesitan que les llegue más ayuda.
A pesar de la centralidad de la crisis del coronavirus, el secretario general de la OTAN insiste en que no debe eclipsar por completo las actividades que venía realizando la organización porque los problemas estratégicos presentes cuando se desató el virus no han desparecido. Los ataques a tropas británicas y norteamericanas en Irak cuando el COVID-19 ya estaba haciendo estragos en Europa recuerdan que todavía hay retos de seguridad que afrontar. Sin olvidar que algunos adversarios pueden tratan de sacar provecho de esta situación en la que los países aliados están centrados en sus respectivas crisis nacionales. Pero lo que quizá más preocupa en Bruselas es Rusia, que ha incrementado las actividades militares cerca del territorio aliado: barcos británicos siguieron a siete embarcaciones rusas en el Canal de la Mancha y el Mar del Norte, la fuerza aérea belga interceptó un avión militar ruso cerca del espacio aéreo aliado, y Rusia notificó a la OTAN un repentino ejercicio militar con la intención de testar sus capacidades para apoyar la respuesta civil al COVID-19. A ello se suma la propagación de desinformación sobre la pandemia, tanto por parte del régimen ruso como del chino, según ha denunciado la UE y la OTAN. El objetivo de dichas informaciones es incrementar las desavenencias y la desunión entre los aliados y los europeos, cuestionando el valor de ambas instituciones y poniendo en entredicho la solidaridad de sus miembros. Además, el envío de suministros médicos de Rusia al norte de Italia ha brindado a los rusos la oportunidad de instalar una célula militar en Bérgamo, cerca de la base área de la OTAN de Vicenza, lo que mantiene en alerta a los aliados. La Alianza, por tanto, suma a la lucha contra el COVID-19 el trabajo que está realizando para asegurar el acceso público a información transparente, en tiempo real y precisa, combatiendo la desinformación.
Las fuerzas armadas vuelven a casa
Es a nivel doméstico donde las fuerzas armadas de los países aliados han tenido el principal impacto. Los gobiernos europeos las han movilizado para apoyar los esfuerzos civiles en la lucha por frenar la propagación del coronavirus de varias maneras: proporcionando capacidades médicas adicionales; transportando equipos, personal y pacientes; controlando pasos fronterizos; desinfectando espacios públicos; evacuando y repatriando población; y levantando hospitales de campaña. Las fuerzas armadas han mostrado su valor en una crisis de esta magnitud y su efectividad.
Algunos de estos efectivos seguramente se encontraban poco antes desplegados en alguna misión en el exterior. La pandemia ha empujado a muchos países a frenar los movimientos de sus tropas y a restringir o cancelar la formación y las operaciones y misiones internacionales.
Noruega canceló el ejercicio regional Cold Response 2020 en la que hubieran participado hasta 15.000 tropas de la OTAN, y el mayor ejercicio de la OTAN este año, el Defender-Europe 20, que debía mostrar la capacidad de EEUU de desplegarse con rapidez en el continente europeo, ha restringido significativamente su envergadura y alcance. Turquía ha limitado los movimientos de sus tropas en Siria, los franceses han cancelado las misiones marítimas no esenciales y se han reducido los contingentes internacionales de Afganistán e Irak antes de los previsto.
“La OTAN deberá, por tanto, revisar su planificación operativa para tener más capacidad de respuesta y redistribuir de manera rápida los efectivos”.
La seguridad y la salud de los propios efectivos ha sido el principal motivo, siendo las fuerzas marítimas las más vulnerables: un buque de propulsión nuclear de EEUU está en Guam inmovilizado con una tripulación de 4.000 personas acechadas por el coronavirus; un submarino holandés tuvo que regresar a casa por el COVID-19; dos corbetas alemanas detuvieron sus operaciones; y el capitán del portaaviones estadounidense Theodore Roosevelt envió una carta desesperada para salvar las vidas de sus marineros, donde las condiciones del buque hacían imposible cumplir con la cuarentena y el distanciamiento necesario.
Así, estos dos elementos –la movilización de las fuerzas armadas para apoyar los esfuerzos civiles nacionales, y su repliegue del exterior para proteger la salud de las tropas frente al COVID-19– están teniendo ya un impacto en las principales actividades de la OTAN. Por un lado, el mantenimiento de los niveles de disposición militar (readiness), que se apoyan fundamentalmente en el continuo entrenamiento, puede verse afectado tanto a nivel estratégico como táctico. Por otro, se entrevé una tendencia que presumiblemente se mantendrá en un futuro próximo: los aliados tendrán que encontrar el frágil equilibrio entre las operaciones expedicionarias y las misiones internas, entre las amenazas externas y las obligaciones nacionales. No es inimaginable que haya un repunte u otra crisis de similares características, en cuyo caso las fuerzas armadas deberán de nuevo distribuirse entre funciones domésticas y externas, lo que implica una mayor presión, un mayor ritmo de las operaciones, menor formación y menos tiempo de recuperación. La OTAN deberá, por tanto, revisar su planificación operativa para tener más capacidad de respuesta y redistribuir de manera rápida los efectivos.
Resiliencia
Según el artículo 3 del Tratado del Atlántico Norte, los aliados están comprometidos con forjar la resiliencia nacional. La idea es que la fortaleza de la Alianza reposa en la solidez de las instituciones y capacidades civiles de cada uno de sus miembros, lo que facilita a la dimensión militar el cumplimiento de sus tareas fundamentales. Es decir, la resiliencia podría ser la otra cara de la moneda de la disuasión –que abarcaría la dimensión militar– y hoy en día es un elemento esencial de la defensa colectiva.
Que las sociedades estén preparadas –infraestructuras, abastecimiento y capacidad de gestión, pero también aptitudes, valores y cultura para absorber o gestionar un desafío disruptivo– no debería ser un objetivo sino un proceso y una estrategia. Y la OTAN adoptó una serie de medidas encaminadas a ella desde 2014 tras la invasión rusa de Crimea, pero los avances no han sido significativos.
“La pandemia del COVID-19 ha puesto en evidencia la carencia de una resiliencia básica entre los aliados de la OTAN”.
Según Judy Dempsey, la resiliencia es “tener un enfoque a largo plazo para proteger las infraestructuras esenciales para la seguridad, la estabilidad y dar tranquilidad a los ciudadanos. Eso significa invertir en investigación, energía, salud y educación”. La pandemia del COVID-19 ha puesto en evidencia la carencia de una resiliencia básica entre los aliados de la OTAN, evidenciada, entre otras cosas, por la falta de respiradores, la poca empatía en algunas ocasiones y la falta de cooperación entre ambas orillas del Atlántico. Mientras a los europeos les caían las mayores críticas, EEUU no ha mostrado interés en hacer uso de la OTAN para sacar adelante un frente común contra el COVID-19, alejando aún más ese liderazgo que se le presuponía. Mejorar la resiliencia aliada se perfila como uno de los grandes retos a corto y medio plazo.
El futuro
Al secretario general de la OTAN le gusta insistir en la idea de que deben evitar que la crisis de salud creada por la pandemia del COVID-19 se convierta en una crisis de seguridad, apuntando así a la necesidad de mantener las actividades y misiones que estaban en curso sin bajar la guardia. Sin embargo, ya hay una crisis de seguridad desde el momento en el que los gobiernos se han visto sobrepasados y se van a mantener sobrecargados durante meses gestionando las consecuencias de la propagación del virus. El futuro va a ser diferente al business as usual también para la OTAN.
En primer lugar, porque la crisis económica en la que nos adentramos y la presión sobre las finanzas públicas van a priorizar el gasto en sanidad y la recuperación económica frente a las prioridades de seguridad y defensa. Se da por hecho que habrá una disminución de los presupuestos de defensa precisamente ahora que habían empezado a recuperarse después de las presiones de EEUU sobre los aliados europeos. Una nueva bajada podría volver a erosionar la cohesión de la OTAN a no ser que los aliados traten de coordinarse para controlar tales bajadas y su impacto en las capacidades actuales y futuras.
“Si la Alianza, por tanto, pivota para hacer frente a futuras pandemias, sin olvidar los retos estratégicos presentes y contando con menores gastos en defensa, requerirá una nueva combinación de capacidades militares y mayor resiliencia”.
A ello habrá que sumar la búsqueda de cada aliado de un equilibrio entre la respuesta a las crisis internacionales y a las necesidades nacionales, sobre todo porque no se pueden descartar pandemias futuras o acontecimientos climáticos extremos que lleven a crisis de similares características a la actual y que vuelvan a reclamar el apoyo de las fuerzas armadas a nivel nacional.
Si la Alianza, por tanto, pivota para hacer frente a futuras pandemias, sin olvidar los retos estratégicos presentes y contando con menores gastos en defensa, requerirá una nueva combinación de capacidades militares y mayor resiliencia. En cualquier caso, se trataría de una agenda muy pesada que correría el riesgo de ver proyectadas las divisiones políticas que ya existían dentro de la Alianza cuando apareció el coronavirus. La próxima reunión de la OTAN, prevista para dentro de unas semanas, tiene como objetivo empezar ya a abordar el impacto a más largo plazo de la pandemia.
A veces las crisis abren ventanas de oportunidad. Las organizaciones que salgan con éxito de la actual serán aquellas que no sólo hayan actuado veloz y eficazmente, sino también aquellas que hayan aprovechado la crisis para adaptar sus misiones y su modelo de negocio. La OTAN ha sido capaz de responder en primera instancia, coordinando la ayuda entre aliados y socios. Pero sólo ha sido el principio de una situación cuyas implicaciones estratégicas pueden ser enormes y en las que la OTAN debe empezar a trabajar ya.